Ultramarinos y coloniales

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Ultramarinos y coloniales

Mi madre me había dicho aquel día antes de irse a lavar al güerto las Guindas que, al salir de la escuela, me pasara por casa Carmelo a por una jícara de chocolate pa la merendilla.

El comercio de Carmelo estaba en la callejina del mismo nombre propiamente dicha; en las traseras del ayuntamiento, más arriba de la carnicería tirando pal grifo adonde las mujeres iban con los cántaros a por el agua. (ULTRAMARINOS Y COLONIALES rezaba el cartel que lo anunciaba en la puerta con un par de rotundas palabras evocadoras de un imperio colonial en ultramar en el que, según contaban los libros escolares, nunca se ponía el sol.) Por cima de la taberna de Perenales y por bajo del estanco de Eloy al doblar la esquina de la ca Albarracín. Dos establecimientos, el estanco y la taberna, que yo me conocía de sobra porque era adonde mi agüelo me mandaba a comprarle dos artículos sin los que no podía pasar: el vino y el tabaco.

«Anda, cano, ve al istanco y trae…» «Sí, agüelo, un paquete verde y un librito Bambú.» «Y coge la botella y tráete el vino de paso.» Las perras tenía que pedírselas a la agüela y…

Eso era lo peor. Porque la abuela Brígida era de armas tomar y no estaba dispuesta a que el su dinero, escaso y laboriosamente ganado, se esfumara por arte de birlibirloque, como ella decía.

Yo me acercaba con cautela y le transmitía el encargo balbuciendo: «Que dice… dinero… tabaco y… pal vino.» La agüela, como siempre, ponía el grito en el cielo. Yo esperaba agazapao a que amainara la tormenta. Hasta que al cabo de un rato de relatar y despotricar contra las zacatúas del destino y lamentarse de su malaventura, se arrascaba los bolsillos de la saya y cogía un puñao de moneas que arrojaba a la calle vociferando: «Eso es lo que tú haces, tirar el dinero a la calle; ¡venga, a la calle, a lo loco…!»

Entonces yo salía de mi escondiche, saltaba el lumbral, recogía una tras otra las perras gordas y chicas desparramás por el empedrao y me iba a buscarle a mi agüelo Juan el vino y el tabaco. Ya te digo, al estanco de Eloy y a la taberna de Perenales. Me acuerdo como si fuera hoy mismo: Parece que estoy viendo a Eloy, inexpresivo, parsimonioso, despachando tras el mostrador de madera, sin inmutarse, a éste un sello de correos (de esos que tenían la cabeza de Franco), a aquel una caja de cerillos o una mecha pal yesquero, al otro una pitillera de ideales, un caldogallina o dos o tres pitillos sueltos, que él mismo enliaba… Arrastrando la mano sobre el mostrador, empujaba el género con el revés y recogía el dinero con la palma como quien recoge las miajas de la mesa.

«Y un paquete verde de tabaco y un librito de papel Bambú pa mi agüelo.»

* * *

Pero en esta ocasión, tenía que ir an ca Carmelo a por una jícara de chocolate como me había encargao mi madre: «Cuando salgas de la escuela, coges un cacho pan del cajón de la mesa y le pides a Carmelo una jícara de chocolate; que ya se la pagaré desque tu padre cobre los jornales de la siega.»

«Que me dé usté una jícara de chocolate».

«¿Mande?»

«Una jícara de chocolate», murmuré entre dientes ya con menos seguridad.

«¿Y el dinero? A ver, los cuartos.»

«Que ya se lo pagará a usté mi madre cuando…», logré decir con un hilo de voz antes de que me cortara tajante:

«¡Sí, como los plátanos! Los que se llevó tu hermano la otra noche y que se quedaron por las costas. ¿Vosotros qué vos creéis, que a mí me regalan la mercancía?, ¿que los plátanos los dan las aldefas y el chocolate las albolagas? Miste que coño… Si quieres que te cante, el dinero por delante.» Y espantándome ostensiblemente como si fuera un chucho callejero, remató: «¡Venga, por la puerta se va a la calle!»

Agaché las orejas y salí con el rabo entre las patas, como suele decirse. Qué le vamos va a hacer, otra tarde que me quedé sin merendillar… Maldita sea.

Carmelo, que también tocaba el yamba en las bodas, vendía de to un poco: Tres chicas de sal, dos reales de chicoria, un ocho de aceite, una torcía pal candil, carburo pal carburador, piedra lipe, mitad del cuarto de bonito, una sardina arenque en salazón, cenachos, azúcar, papas, fideos…, media libra de chocolate Matías López (de chocolate, por llamarlo de alguna forma, porque sabía a tierra más que otra cosa). Media libra o… una jícara si la bolsa no daba pa derroches. A mí lo que más me encandilaba de la tienda era un fraile pintao en un cartón que se ponía o se quitaba la capucha según hiciera frío o calor. Y aunque a nadie le llamara la atención, yo me quedaba mirándolo como un pasmarote a ver si movía la mano en la que tenía un palitroque para señalar el tiempo que iba a hacer: nublao, revuelto, ventoso, despejao o algo así.

Pero más boquiabierto me quedaba ante el racimo de plátanos que tenía colgao en la puerta pa envidia del vecindario. Daba gusto verlos.

«¿Qué, te gustan los plátanos?, je, je, je…», se ponía Carmelo con una risita guasona coreada por los demás que a mí me sentaba como una patá en… la barriga.

Un día me puse malo con calentura y, como gomitaba to lo que comía, mi madre como último recurso le dijo a mi hermano: «Anda, Antonio, acércate an ca Carmelo a por dos plátanos, ave si le aguantan a este muchacho en el estómago.» Ave que si aguantaron. Pa una vez que uno comía plátanos no era cuestión de desaprovecharlos. Y es que ya se sabe que cuando un probe come jamón… A decir verdad, fue ésta la primera vez que los comí, pero no la única. Hubo otra vez que me puse las botas.

Eran duros aquellos años y no estaba la vida pa lambucerías y pamplinas. Pero Carmelo, el mu puñetero, no perdía ocasión de refregármelos por la cara cada dos por tres: «¿Qué, estaban buenos los plátanos?»

Corrían malos tiempos, ya lo creo: Tiempos de cartilla de racionamiento y de aceite de ricino, de güevos batíos y de leche en polvo, de cara al sol y de dotrina cristiana, de ayuno y abstinencia, de pan de ángel y de hostias consagradas (y por consagrar). Y de hambre vieja.

Aunque yo, todo hay que decirlo y no es por presumir, mucha hambre, lo que se dice mucha, mucha…, no pasaba. Y es que me las apañaba como podía: con el rebusco o comiendo lo que nos daba la madre tierra de balde, y hasta me sobraba pa venderlo. De esta forma, me ganaba algunas perras vendiendo en la Corredera o de casa en casa berros y conejeras, espárragos y tagarninas, acinojos y algachofas, higo chumbos y… peces. Lo mismo que otros vendían melones, carbón, tierra blanca, ajos, altamuces, garbanzo tostaos, pimienta o tripas pa la matanza.

«¡Peces!, ¿quiere usté peces?» Me acuerdo de aquella vez que fui a la rivera a por peces con Jenaro el Doblao y con Pedro el Chiquino, el hijo de José el Chiquino. El que tenía un bar debajo del Casino.

* * *

Ya era verano y, pa refrescarnos tras la caminata, nos zambullimos empelote en el agua, en un charco que había cerca del puente de la carretera general. Después remontábamos la escasa corriente y con cestas, a embozás o como fuera cogíamos los peces y los echábamos en el cesto que llevábamos. De repente…

Oímos un zambarcazo y una avalancha de plátanos y tabletas de chocolate se precipitó al pie de donde estábamos desparramándose hasta el agua. Una parvá de plátanos, de chocolate y de no sé cuántas cosas más: galletas María, bacalao… Allí mismo, al alcance de la mano y como llovíos del cielo. Muchos plátanos y mucho chocolate. Pero no del que vendía Carmelo y que sabía a tierra, sino del bueno: Auténtico chocolate LA REINA DE LOS ÁNGELES. (Plátanos los probabas alguna vez si tenías la suerte de caer malo, pero pa que cataras el chocolate de La Reina de los Ángeles, tenías que estar medio muerto.)

Después de reponernos de tamaña sorpresa, empezamos a echar mano de algún que otro plátano o de una tableta de chocolate. Primero con mucho disimulo y precaución, pero en vista de que nadie nos ponía trabas ni estorbaba nuestro atrevimiento, decidimos arramblar con to lo que podíamos hasta que llenamos el cesto. Y hasta un saco que llevábamos.

Ya de vuelta a casa y, cuando estábamos a pique de echar los bofes, vimos acercarse por el camino el carro de los hermanos Torongos. Menos mal que se compadecieron de nosotros y, al vernos en plena siesta con aquella carga tan grande, nos dejaron montar en el carro.

En el herradero nos estaban esperando los civiles: «¿De dónde venís? A ver, ¿qué lleváis ahí? ¿Y dónde los habéis cogíos?, si puede saberse.» (Aquel tío preguntaba más que el catecismo.) «Un ca… camión, un camión que sa… sa embrocao», consiguió tartamudear el pobre Jenaro temiendo que de ésta no se libraba de la cárcel. «Allí, en el puente», añadió apuntando con el deo la carretera. Los civiles nos ordenaron que los siguiéramos hasta el cuartel porque nosotros teníamos que declararlo y ellos tenían que dar cuenta. Pero que el producto no lo decomisaban; así que, si nadie lo reclamaba, era nuestro.

Por fin entramos en el pueblo. Delante, abriendo el cortejo, iba la pareja de la Guardia Civil; detrás los hermanos Torongos con el carro mulas y, en el medio, nosotros tres: primero Jenaro con el saco al hombro y a continuación Pedro el Chiquino y yo con el cesto colmao con tan inesperada como sorprendente pesca. La gente se asomaba a la puerta de la calle al vernos pasar haciendo toda clase de suposiciones y comentarios. Y es que aquel no era un espectáculo que se viera tos los días. Es verdad que muchas veces nos vieron llegar del campo sin que nadie se inmutara; pero con acinojos, algachofas, higos, bellotas y cosas de esas. No con plátanos; y menos untavía, con chocolate. «¿Desde cuándo se crían plátanos y chocolate en los campos de Feria?», se preguntaban unos a otro sin dar crédito a lo que veían sus ojos. Y algunas viejas se hacían cruces porque se figuraban que era cosa de brujería.

Cuando llegamos a la plaza, aquello se había convertío una proseción más que otra cosa. Entonces, camino del cuartel entre aquel barullo de gente, me percaté de la presencia de Carmelo: Allí estaba, en la puerta de la tienda, contemplando la función sin perderse detalle. «¡Mira, Carmelo!», le grité al pasar mientras me zampaba un plátano y le aventaba con las cáscaras, «¡Mira: plátanos, de las aldefas; chocolate, de las albolagas!»

«¡Me cago en la leche que mamaste!», se ponía arrascándose detrás de la oreja, «Si no lo veo, no lo creo; si no lo veo, no lo creo».

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La canica de cristal

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