Cuando los trigos encañan


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Cuando los trigos encañan

Ya se venteaba su cálido aliento. Aunque a veces la primavera la cogía llorona y nos aguaba la fiesta («Agua, Dios; y venga mayo»); aquel año, ya se presentía, agazapao, el verano por llegar. Por eso los zagales ya andábamos en sandalias -cuando las teníamos- a estas alturas de la temporada. Los borceguiles invernales veraneaban en el doblao hasta que los primeros fríos otoñales los impulsaran a embutirse en nuestros piececitos morenos de vereas, de chicharras, de rastrojo y de eras. ¡Qué lejos quedaba la playa! El mar… Desde los cortinales algún burranco acarreaba, verde como el trigo verde, su fascinante carga de forraje. Y aquellos haces, con sus tiernas espigas preñadas de granos de cebá o de trigo, era una tentación inevitable pese a que la osadía te costara un implacable cabrestazo. Del botín dábamos buena cuenta afanándonos en pescar los bagos, una vez pelados y colocados sobre una lancha, con la punta de la lengua. Y había que aguzar la puntería porque si no, perdías y no catabas nada. Ni un bago. Namás con que humedecieras una mijina la lancha con la lengua o cogieras más de uno. Por ansioso.

La playa… Te mataran las helás. Cuando por fin el verano lanzaba su flameante zarpazo sobre el pueblo, y aunque por entonces ni siquiera se había inventado el turismo, nosotros ya veraneábamos. O por lo menos eso decía mi madre: «¡Venga, que nos vamos de veraneo!». Y, con el postín del señorito que se marcha a un crucero por el Mediterráneo, bajábamos de la cocina del doblao, la de junto al chacinero y la troje del picón; y hacíamos la vida en la colá, donde el madero de los aparejos y el cucharro, que se estaba más fresquito. Dónde va a parar. Y dormíamos al raso; sobre una jerga de paja y bajo una manta de estrellas. Mi padre desde la cubierta del barco, digo desde el piso de la zotea, me daba clases de astronomía sobre la pizarra del firmamento: «Mira, hijo, esa que ves ahí es la estrella polar. Aquellas otras, las cabrillas; este, el lucero miguero.  Y ese, el carro; y el camino de Santiago y…» Hasta que me quedaba dormido y soñaba que iba montado en un carro tirado por siete cabrillas y guiado por la estrella polar, por el camino de Santiago. Pasando por remotas constelaciones de estrellas, algunas con nombres tan cercanos como el lagarto o la zorra. Eso sí que era turismo (rural, que diría el otro). No ardiera.

* * *

Pero a lo que iba. Con el tallo del forraje hicimos una pita, y cuando vimos que pasaba una gavilla de zagalas con una cruz de las chiquininas cantándole coplas, las seguimos como si fuéramos una banda y, aporreando un latón herrumbroso, arremeábamos a la mismísima de Barcarrota. Sí, la banda de música, la que acudía al pueblo, tú te acuerdas bien, todos los años cuando las fiestas de mayo, por la Cruz.  Al día siguiente, como ya no había escuela, mi padre me dijo que tenía que ir por la tarde a Valdemoral con la burra. Sonó un cohete, luego otro, y otro. Yo cogí y me olvidé del mandao paterno. Me planté una careta y me fui con la cabalgata de gigantes y cabezudos a esperar a los músicos, que venían en el Brito, si la memoria no me falla, en el autobús de las seis, que hacía su parada en la carretera junto a la cochera del Gallinero. Más tarde, cuando me cansé de hacer el canelo, le dejé la careta a Quico Viruta a cambio de tres perras gordas. Recuerdo que me compré un pirulín y hasta un helao -que un día era un día- en el carro de siñó José Leva después de jugar a las perras en el atrio.

Siñó José Leva era «un empresario polifacético, como decía el otro, que no ponía sus huevos en la misma cesta sino que diversificaba los riesgos»; y así, además de dedicarse a la elaboración de helados, freía jeringos en competencia con Las Pacas y, cuando llegó la luz eléctrica, proyectaba películas de cine en un corralón con gallinas y todo que daba a la Corredera. Pero eso es otra historia. También se dedicaba a la compra de almendras. («No todas te van a salir dulces», le decía  el socarrón de Perrunilla, que era el que se las vendía, si se quejaba de la calidad del producto.) Lo cierto es que, para pelarlas, echaba mano, valga le redundancia, de la mano de obra barata de los muchachos de la calle como yo, que abandonábamos la escuela para tal menester. Porque ya está bien de perder el tiempo aprendiendo la retahíla de los partidos judiciales de la provincia de Badajoz y otras pamplinas como aquel romance que nos hacía recitar el maestro: «Que por mayo era, por mayo, cuando hace la calor…» Por eso yo me escapaba las más de las veces y me iba a poner las balletas o a coger espárragos, según lo que diera el tiempo. «¡A tú edad ya andaba yo con la piara de guarros ganándome la vida, mangante, -me relataba mi padre cuando se enteraba- que vives como un marqués y untavía te quejas! ¡Desde mañana, te vienes conmigo al campo!». Y por eso, como ya te habrás percatao, no sé hacer ni la o con un canuto. A to esto, me se olvidaba contarte que con eso de machacar almendras apenas ganábamos un real y algún que otro latigazo si nos entallaban con una peba en la boca. Pero ahora no estamos en el tiempo de las almendras, sino en el de las albillas.

Llegué tarde a casa por la noche. Al día siguiente, tuve que ir a por albillas. A Valdemoral, como ya te dije. «Porque si no, ¿a ver que íbamos a comer el día de la Cruz?» Y, aunque me perdí la carrera de burros, yo, a mi manera, rivalizaba con los intrépidos jinetes galanteando a lomos de la mi Princesa, que así se llamaba la jumenta, con las aguaeras cargadas de las susodichas legumbres. ¡Y que no corría na!.  Los zagales, por el pueblo, ya andaban medio vestidos de disanto y, como la plaza estaba llena de puestos de confites y otras lambucerías, yo ahilé pa casa por el callejón, por detrás de los corralones para que no me vieran llegar; pero algunos mozangones me estaban acechando y ábate me dejan sin una sola vaina. Cuando llegué a casa, me armaron la marimorena. Me castigaron sin dinero y me quedaron sin comer. Para que espabilara, pos ya se sabe que la hambre es mu lista.

Aquella noche, las lágrimas me impidieron ver las estrellas. Y hasta el resplandor de los cohetes que gateaban en el aire, por encima de la torre, codeándose con los luceros. Para mi consuelo, los cielos me regalaron una varilla -eso que los muchachos de entonces nos disputábamos con tanto ahínco- que fue a parar al mi corral. Con ella, tan pronto me sentía un guerrero masái arrojando la lanza contra Moro, el gato negro, al que hice blanco de mis desdichas, como un indio apache cabalgando la Gran Llanura de mi desolación; pasando por un soldadito desfilando con mosquetón al ritmo del Sitio de Zaragoza que me llegaba interpretado por la banda, para acabar siendo un pirata oteando con el catalejo el codiciado cargamento de una galeón. Y es que, a falta de auténticos juguetes, había que estrujarse la imaginación.

«Este muchacho va a ser un desgraciao -oía que comentaban mis padres-  no vale pa na.»

Al otro día, las campanas anunciaban alborozadas para todos que era el día de la Cruz. Para todos, menos pa mí porque en casa, como te puedes imaginar, estábamos para pocas fiestas. Total que, entre pitos y flautas, las de aquel año pasaron con más pena que gloria. Y por eso no recuerdo gran cosa.

* * *

* * *

Una vez que salí del pueblo a casa de unos conocíos de más posibles que vivían en la capital, para que medrara como otros medraron ya que mis padres no se podía hacer cargo de mi crianza, yo, con las pocas luces que Dios me dio, no alcanzaba a comprender cómo al llegar la Cruz, que era un disanto tan gordo, la gente se quedara tan tranquila como si fuera un día igual que otro cualquiera. Y le decía a todo el que me encontraba: «Pero ¿cómo? ¿No te has enterado? ¡Es el día de la Cruz! Hoy en mi pueblo… » Pero nadie me hacía caso, sino que me miraban como si fuera un bicho raro. (Bien sabía yo que los raros eran ellos).  Y soñaba que iba montado en las voladoras del Fontanés. Y empezaba a escuchar el alboroto de las campanas, que volteaban locas de alegría anunciando la proseción por las empinadas calles del pueblo; y la banda de música, que acompasaba el paso de la cruz. Y hasta fateaba como un podenco el olor de la pólvora de los fuegos artificiales mezclado el del los jeringos de las Pacas y la colonia de las chavalas, que iban pidiendo guerra. Y también oía el restallar de los cohetes y el pregón de los de la tómbola, y el inquieto bullebulle de la gente yendo de acá para allá… y no pararía de contarte. Hasta que me dormía acariciado por el arrullo de una coplina que, como una nana, me aleteaba susurros de cruces de mayo, de esquilitas, de blancas palomas; envuelo en aromas de clavellinas, de tomillo y romero.

Y como desde entonces empecé a marchitarme como si me hubiera caído la mangria, pos ya se sabe que el aire de Madrid mata a un hombre y no apaga un candil. Lo cierto esque yo parecía una pardal de los pelones dando las boqueás de la angustia que tenía, chacho. Así que mis padres decidieron que dejara el asfalto y regresara al pueblo. Y yo encantao porque, como en El Cabezo, digan lo que digan,  no se está en parte ninguna.

Desque pasaba la cruz, la piara de amigos revivíamos la fiesta a nuestra manera: La carrera de burros y la carrera de cintas, los pucheros y la cucaña, los cabezudos y los globos grotescos. La “gran chocolatada”, pongo por caso, la hacíamos en la borcelana, pero con chocolate de mentirijina; bueno, si quieres que te diga la verdad, con agua sucia en la que deshacíamos un cacho de estrato; y con una perra chica, no con pesetas. Metíamos la cabeza y a ver quién cogía la monea con la boca. La carrera de cintas, con tiras de papel. La traca la hacíamos con unas bolsinas de sal que colgábamos en una cuerda a la que prendíamos fuego; Por último, con el carburo de los carburadores hacíamos un barreno, le arrimábamos un cerillo y había que echar a correr a to meter para que no te explotara en la cara. Era el estrumpío final.

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El arrullo de la tórtola


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El arrullo de la tórtola

Allí estaba, en el petril. Al principio oteaba el panorama con recelo desde la tapia del corral. Pero al verme, en vez de espantarse, pegó una volandá y se plantó en la zotea. Estaba mu cambiá y no fui capaz de reconocerla a primera vista. Pensé que era una paloma casera. Una de aquellas que se posaban de vez en cuando en la ventana del doblao y a las que les echaba el esportón encima en menos que canta un gallo. Pero éste no era el caso porque su plumaje tenía la brava lozanía de la que carecían las torpes y rechonchas palomas domésticas. Y en sus ojos se reflejaba el brillo luminoso y exótico propio de tierras lejanas. Sin embargo, me resultaba tan familiar y me miraba con tanta confianza que parecía que nos conocíamos de toa la vida. «¿Cómo te atreves, palomita? Si supieras que con el tirador soy un campeón y que donde pongo el ojo, pongo la piedra…». Me acerqué poquino a poco y, del sobresalto, el corazón pegó un brinco y empezó a dar más volteretas que el esquilón de la plaza el día de las juncias.

* * *

Por san Isidro Labrador, se va el frío y viene el sol. Y con el sol llegaban las tórtolas. Yo no sabía de dónde venían pero regresaban cada año. Como aparecían, con el frío, las aguanieves y los sabañones. (O las cigüeñas por san Blas). Y desde entonces, la quietud de la hesa se convertía en un continuo y apacible rruu-rruu-rruu que, al llegar el verano, adormilaba a las ovejas acarrás alreó de las encinas. San Isidro era el santo que sacaban los turras, cuando la romería, con una maná de trigo; y que tenía aquella yunta de bueyes al pie que a mí tanto me gustaba.

«Pídele a la Virgen que te haga bueno», me decía mi agüela algunas veces que me llevaba a los Mártires cuando era más chico. «No, que ya soy bueno», le replicaba yo, «pídele mejor los bueyes que están allí». «Eso no se pide; además, los bueyes son de San Isidro». «Pos entonces, pídeselos a san Isidro…». Y por más que pataleara, no había na que hacer. Ni la yunta de bueyes, ni na. Ni siquiera la collera de tórtolas que tenía otro santo que estaba enfrente de San Isidro y que se llamaba… Bueno, ahora no me acuerdo. (Me se habrá ido el santo al cielo, como decía  mi agüela).

Del que sí me acuerdo es del polarma de san Bartolo. Sobre to, desde aquel día en que el maestro nos preguntó en la escuela que quién sabía lo que llevaba san Bartolomé en las manos. Yo levanté el deo y le contesté que lo sabía, que lo había visto cuando lo sacaban en proseción allá por el mes de agosto los del ayuntamiento, y que lo que llevaba era una navaja y un cacho tocino. «¡Tú sí que eres un cacho de tocino!», bramó el energúmeno soltándome una hostia, «Claro, como en tu vida has visto un libro, qué vas a saber. Así vos luce el pelo, ¡a ti y a tos los de este maldito pueblo de mierda!». Era más malo que el purgón. La madre que lo parió, qué mala leche tenía. Santi el Vareante decía que si te refregabas las mano con un ajo porro, los estacazos que te harreaba ni los sentías. ¡Anda que no dolían! Ni ajo porro ni cebolla almorrana que valga. Y que no dolían na…

Yo me sentaba con el Charquín en el mismo pupitre. Un día va y me larga que tenía un nío de tórtolas. «Sí, con tortolinos recién salíos del güevo; en la Peralera, en la encina que está al lao del pilar de las ovejas cuando se va pa la Rivera; pero no se lo digas a naide». Al día siguiente, me escapé de la escuela y, al otro, ya tenía yo un par de pichones en casa de los que ocuparme durante el verano. «¡Como entalle al cabrón que me lo ha birlao, lo quedo en el sitio!», me contaron que masculló al enterarse del saqueo. Cuando aparecí por la escuela a la semana siguiente, yo me hice el desentendío pero el Charquín andaba con la mosca detrás de la oreja. A lo primero, como la clase ya había empezao, no dijo ni pío; pero apretándose el gañote con la mano, me dio a entender que a la salía me esperaba. Y no precisamente pa jugar a las sardinetas como otras veces.

Cuando nos dieron larga, eché a correr pa casa como alma que lleva el demonio. Y con el Charquín pisándome los zancajos. Pero ni siquiera en casa conseguí escabullirme de él. Al contrario; hecho un bejino, me reclamaba las tórtolas ya que el nío era suyo porque fue el primero que lo vio. Y que, si no se las daba, iba a haber más puños que jugando al marro. Menos mal que intervino mi madre poniéndose esta vez de mi parte y, tras alegar que «en el campo hay un nío, hoy es tuyo y mañana es mío», sentenció a mi favor, dando por zanjada la cuestión. Y así aguantamos por lo menos dos días sin hablarnos hasta que al tercero, el Charquín se arrancó un mechón de la cabeza y me preguntó conciliador mientras me mostraba un cabello: «¿Dónde va el pelillo?». «A la mar», le respondí como era lo convenío en estos casos. «Pelillos a la mar y lo pasao, pasao está», dijo pegando un resoplío, y tan amigos como siempre. Yo, en compensación y para que volviera a fiarse de mí, le propuse salir en busca de otro nío pa esos Colgaos. Que eso era lo que había de más en el campo y que no íbamos enemistarnos por un echa pa allá esas pajas, y que esta vez no se fuera de la lengua. Y así fue como el Charquín se hizo también con su correspondiente collera de tórtolas aquella temporá.

Mi amigo era tan pequeñajo, casi, como el pajarino de quien tomó el apodo; y tan listo, inquieto, ágil y vivaracho como ellos. Además, sabía imitar su canto con sorprendente perfección: «A-gua-quí, a-gua-quí, a-gua-quí». La verdad era que sabía remear como nadie el canto de cualquier pájaro. Tan bien lo hacía, que a veces llegaba a engañar hasta a ellos mismos, ya fuera una gurupéndola o una churumbela, una mierra o un tordal… Más que imitarlos, yo creo que se entendía con ellos. Y así como los pájaros le enseñaron a cantar, él consiguió enseñar a hablar a alguno de ellos: Como a aquel gayo del campo que tuvo una vez en su casa. Se llamaba Perico. A Perico le gustaban las bellotas, los higos pasaos, los grillos y los angostos; y no paraba de repetir con su voz cascada: «Perico Pelota, apareja la burra y ve a por bellotas». También tenía un tabacoso, aunque más bien parecía que era el pajarillo del babaté colorao el que lo tenía a él. Se llamaba Robín y, aunque vivía en libertad, acudía a comer en sus propias manos; además, iba a buscarlo a su casa y hasta le seguía a cualquier parte como un cachorrillo. El día que lo mató un gato, se llevó el sofocón de su vida. Le hicimos un intierro como Dios manda, le cantamos el gorigori y lo pusimos en un nicho que abrimos en la pared del corral con su lápida de cristal. Daba no sé qué ver al angelito. De cura ofició Juan Portero, que era monaguillo. Nunca vi al Charquín lloriquear como ese día y con tanto desconsuelo. Toa la escuela acudimos muy serios a darle la cabezá. Costó Dios y ayuda arrancarlo del nicho, pero durante muchas tardes lo primero que hacía al salir de la escuela era ir a ver a su querido pechirrojo.

A mí también me se murió una de las tórtolas; y es que la probe, por haberla desaniao tan contiempo, siempre estuvo mu debilucha y escuchumizá. Hasta que dio las últimas boqueás. La otra, la mi Rula como yo la llamaba, consiguió tirar palante gracias a los mimos y miramientos con los que yo la cuidaba: Le abría el pico para echarle los bagos de trigo y rebuscaba otras semillas del campo, que ablandaba en la mi boca de donde las cogía, hasta que aprendió a comer sola. También comía pipas de girasol y no le faltaba ni su ración de arena ni su lata llena de agua. Durante la siesta, me entretenía pelándole las mejores pebas. De aquellas que poníamos a secar en el poyo de la zotea, las de los melones que salían más dulces y sabrosos y que reservábamos pa simiente. Y le palpaba el buche atiborrado. Y así, fui notando, durante el calmoso discurrir de los largos días del verano, cómo crecía y cambiaba de aspecto: Primero le apuntaban los cañones y desaparecía la yesca o pelusilla pajiza con la que nacían, luego le salían las plumas y daba los primeros aleteos hasta que se hizo volandera y había que cortarle los vuelos por miedo a que se escapara. Y cómo empezaba a ruar y cómo iba engordando.

Y si a cada cochino le llega su sanmartín, a cada tórtola le llega su sambartó. Y el día del santo patrón había comía extraordinaria en la que no podía faltar un par de tórtolas en escabeche.

«Compréndelo, es ley de vida», le decía pa disculparme, «Si no, te matarían los gatos…, y si te libras de ellos, no te librarás de los tramperos ni de los escopeteros que acechan en los pasos otoñales. O el temporal de levante te haría perder el rumbo arrastrándote mar adentro lejos de tu destino. Además, si al final me enterneces y te perdono la vida, sería el hazmerreír de la pandilla».

Los días iban menguando y, por la Herrera, se asomó la primera nube que nos anticipaba el otoño cercano. Por el Cristo, las alas le habían crecío de nuevo y su plumaje se adornó con un llamativo collar de color rosado vinoso que relucía con la caricia de los rayos del sol de los membrillos. Estaba tan guapa y galana que no me atrevía a tocarla. Algo se barruntaba aquel día porque, antes de desaparecer, recuerdo que andaba como desenderá, más intranquila y rabisca que de costumbre.

* * *

Pero allí estaba otra vez, en el petril.  Era ella. La misma que yo crié, la que comía en mi propia boca. Estaba más guapa que nunca: con el arco iris de la cruz de mayo abrazao a su cuello. Había vuelto, a la querencia, después de pasar to el invierno por esos mundos sorteando peligros sin cuento. Allí estábamos los tres: la Rula, el Charquín y yo. Allí estaba la mi tortolica. Moviéndose postinera de acá para allá. Sin parar de ruar. «¿Has vuelto pa quedarte conmigo, verdad?». «Rruu, rruu, rruu…». «Dice que viene a saludarte y a agradecerte, de paso, lo que hiciste por ella el verano pasao», traducía el Charquín, más que clisao, encandilao ante aquella mirada amarilla, «y que no te enfades pero que debe seguir la llamada del encinar que la reclama». «Rruu, rruu, rruu…». «Que no debe vivir entre los hombres porque los suyos la despreciarían y un ave silvestre aborrecía por sus semejantes es un ave condenada a muerte». «Anda, Ruliña, quédate», le susurraba yo, «Si te quedas, te trataré como a una reina y haré que no te falte de na: Te conseguiré los bagos más tiernos, las pebas más escogías…, y te protegeré de los tirachinas de los muchachos y de las escopetas de los cazaores». «Rruu, rruu, rruu…». «Dice que no necesita na, que con tres semillas de verdolaga y cuatro raíces mal trabadas donde aniar tiene bastante. Que ellas no son como los humanos, que venden la libertad a cambio de unas migajas de comodidad o de un mendrugo de seguridad. Como los perros, como las gallinas… Y que ella no es una gallina». Y remontando el vuelo, añadió con orgullo: «Nosotras, como los lobos, como las águilas, como cualquier animal decente, necesitamos el aire libre del ancho mundo para poder vivir con dignidad».

«¿Y qué más?».

«Que adiós, que te quiere pero prefiere la libertad».

LA TROJE DE LAS PLABRAS

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La feria de San Miguel


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La feria de san Miguel

Desde que la Princesa parió al burranco, no tuve otro juguete que Cigüeño; pues ése era su nombre de pila. Aunque decir juguete, es bien poco ya que pronto se convirtió en mi mejor amigo. Y también me quedo corto porque, más que amigo, era como de la familia. Tanto lo llegué a querer que untavía, al cabo del tiempo…

«¡Cigüeño, cigüeñino!» Y el borriquillo, na más verme, se acercaba trotando, retozón; haciendo cabriolas y dando corvetas como un chivino, más contento que una sonajera. ¡Era generoso y castizo como él solo!

Del nombre tuvo la culpa mi hermano, que al verlo na más nacer dijo, no sé si por las patas o por el pelaje: «Anda, parece una cigüeña» Y con Cigüeño se quedó.

Pero fui yo el que me encargué de cuidarlo y de criarlo tan pronto como dejó de mamar. Mientras mi padre se ocupaba de la burra y de los mulos, yo cogía el cuartillo de las gras del doblao y lo llenaba en la troje del revuelto; después iba a la cuadra y le echaba el pienso en el pesebre chico junto con la paja que recogía en el pajar con un esportón. Algunas veces, me montaba en el burrino de un brinco y él se dejaba llevar sin hacer movimientos extraños para que no me cayera. Y así fuimos creciendo juntos y haciéndonos el uno al otro, sin que se distinguiera quién estaba más encebicao con quién. Y es que no podíamos pasar el uno sin el otro. Otras veces le llevaba a escondiíllas una sandía, que le gustaba mucho: «Anda, cómetela; pero no se lo digas a naide».

Por la tarde, en cuanto me barruntaba llegar de la escuela, empezaba a roznar; y yo me iba con él al cortinal donde lo dejaba a plao, suelto y campeando a sus anchas. Si era preciso, le pasaba la rasqueta pa limpiarlo o lo llevaba a esquilar. Y no hacía falta que le pusiera el acial ni la manea de tan noble y dócil que era. Y si iba con la Princesa a por el forraje o a llenar los cántaros en el pilar de Arriba, él me seguía a to las partes.

En el pueblo to el mundo lo conocía, especialmente los muchachinos, que al verlo pasar, lo llamaban; y él se iba encantao a rehollar con ellos. Muchos días nos íbamos con él a por grillos o a bañarnos en las albercas si era verano, y al rebusco de la acitunas o a comernos la burrica si era invierno. Y volvíamos a casa jugueteando y haciendo piruetas con Cigüeño. Era como uno más de la pandilla: Si había que jugar a entera, él hacía de burro y los demás saltábamos por encima; y si jugábamos a coger, se ponía a corretear como uno más de nosotros. Cuando echábamos una carrera, siempre llegaba el primero y no había quien le ganara. Y nunca se mosqueaba. Al contrario: si nos veía contentos, se alegraba; y si nos veía triste, se apenaba. Y si nos peleábamos, nos miraba con cara de pocos amigos como reprochándonos: «Pero mira que sois burros».

* * *

Aquel año mi padre me llevó, como otras veces, a la feria san Miguel. Me levanté mu temprano. Mucho antes de que los gallos cantaran llamando al nuevo día. ¡Cuánto había deseado que llegara este momento! Mientras aparejábamos las bestias, el corazón parecía que me se iba a salir por la boca. Por fin emprendimos la marcha. Como Cigüeño ya podía conmigo, yo iba montao en él, en pelo y con los pies descalzo; pero más pincho que un zagal con zapatos nuevos. Mi hermano, como era mayor, iba delante montao en la Princesa, que ya se sabía el camino mejor que Brito, el coche de línea. Mi padre iba detrás dejándose ir con los mulos.

En el pilar Manceñía, nos paramos pa que abrevaran las bestias. Y yo iba grabando en mi memoria hasta el más insignificante de los detalles mientras pasamos por el güerto las Guindas, el Carretero, los Albolagares, la Rivera, la Hesa Zafra y Cantalgallo.

«Vas a ver»; le iba explicando a Cigüeño to entusiasmao: «Iremos a ver los caballitos y nos montaremos en las cunitas… Tú, como nunca saliste del pueblo, no has visto nunca el tren, ni siquiera la luz eléctrica. Hay tantas luces y rebrillan tanto que por la noche apenas se ven las estrellas. Y no los candiles con los que nos alumbramos en casa. Y hay un circo con payasos que dan mucha risa, domadores de leones que dan mucho miedo y unos bicharracos tamaños como el castillo que se llaman elefantes. También hay muchos mercachifles y sacaperras pregonando golosinas, juguetes y archiperres de to las clases: bolindres, repiones, bastones de dulces y hasta turrón. ¡Cómo nos vamos a poner! Y la tómbola: ¡Siempre toca: si no un pito, una pelota!»

«A ti, Cigüeño, te voy a comprar una jáquima: la más bonita que haiga. Aunque tenga que robar pa comprártela. Vas a ser la admiración de la feria, Cigüeñete. Seguro que más de una burranca te se queda mirando mascando más yerba que la burra Alfaro. Pero tú no empieces a roznar como un borrucho cualquiera, garañón; que te conozco. Date importancia. Tú, con la cabeza bien alta, más airoso que la Puerta el Perdón. Porque tú vales mucho y no te vas a ir detrás de la primera pollina caliente que solicite tus servicios. Y allí tendrás donde elegir… Ya verás como impresionas. Y yo, yo me sentiré orgulloso de ser tu amo».

«Y ándate con mucho ojo, no te vayas a perder como me pasó a mí un año cuando era más chiquinino: Pos que me fui detrás de un cíngaro que llevaba un oso que bailaba al compás del pandero. Tuvieron que estar mucho tiempo buscándome porque me encontraron, con más hambre que los pavos de Bote, lambiendo la cristalera de una pastelería».

* * *

Llevaríamos unas tres leguas interminables de camino cuando, a lo lejos, ya se divisaba la torre de la iglesia de Zafra perfilándose en el horizonte sobre la tenue línea de la primera luz del alba.

Cuando llegamos, el rodeo era ya un hervidero de ganao y de gente que se afanaba poniendo el hato donde se terciaba. Así que nosotros pusimos el nuestro donde mejor nos pareció, con la jerga donde pasaríamos la noche. Merchanes, chalanes, arrieros, recueros y otros tratantes… iban acudiendo mientras el sol asomaba la gaita desperezándose como un gato. Entretanto, los más madrugaores echaban un vistazo a la concurrencia de muletos, jamelgos y jumentos que se iban congregando.

De vez en cuando, un potro ligero de cascos se desbocaba y había que domeñar y meter en verea al ganao que se alborotaba. Yo ayudaba a mi padre, como un feriante más, a ponerle el morral a la burra sin perder de vista al Cigüeño que, algo atorrullao, no salía de su asombro ante el ajetreo de traficantes y recuas de animales que iban y venían.

Un gitano que lo vio, se acercó y acariciándole la testuz se lo procuró a mi padre, y que cuánto quería por él. Yo pegué un bote y, abrazándome al pescuezo del borrico, le solté despectivo que no estaba en venta. Y que no tenía dinero pa comprarlo ni aunque tuviera to el oro del mundo. Entonces mi padre hizo un ademán de resignación y el gitano se alejó echando pestes. Y es que to el que pasaba por allí, se quedaba mirándolo mientras pronunciaba algunas palabras entre signos de admiración.

«Ya te lo dije», le susurraba yo al oído, «¿No te das cuenta cómo se le cae la baba a la gente alabando tu instinto y tu talento? Por eso te quieren comprar. Pero no me mires con esos ojos suplicantes que parecen dos pozos llenos de negros presagios en los que me da vértigo asomarme. No te preocupes, que yo no pienso deshacerme de ti ni aunque me den Zafra entera con tos los churretines. Y tú prométeme que nunca vas a separarte de mí. ¿Trato hecho?»

Y el mu zalamero, ya más tranquilo, se arrimaba hasta rozarse conmigo y, haciendo cirigoncias, me daba a entender con la cabeza que sí, que me lo prometía porque no concebía la vida lejos de mí. Y es que aquel animalito tenía más conocimiento que muchas personas que yo conozco.

* * *

Pero, pa ganarse el mendrugo de pan, hay que trabajar antes; y, como el sol ya empezaba a picar, mi padre me mandó con el barril a sacar algunas perras. Conque cogí el de Salvatierra y fui a llenarlo de agua a un pilar mu grande que estaba bastante lejos del rodeo. Entonces me puse a vociferar a pleno pulmón:

«¡A gorda el hartón de agua!»

No tardaron en caer las primeras moneas.

En uno de los viajes al pilar, Me pasé por un puesto en el que vendían arreos y aperos de labranzas: albardillas, anterrollos, biergos, cribas, hocinos, campanillos… y jáquimas. Había una que na más verla me dije: «Esa, pal Cigüeño». Era la jáquima más bonita de toas: En el frontil tenía dos cucardas o escarapelas con cintas de adorno a cada lado, la testera tenía un quitapón de lana de colores con borlas, un rosetón que caía sobre la frente y un mosquero; las quijeras y la hociquera estaban primorosamente bordás y unas vistosas antojeras…, con una ringlera de cascabeles en las barbás.

«¡Es preciosa! Anda que no iba a presumir na el mu papelón». Después, ya le encargaría al albardero una albarda que estuviera a la altura de la jáquima. Pero debía valer una fortuna. Y no iba a vender el burro pa comprársela como aquel que vendió el guarro pa comprar el dornajo. Porque yo era pobre, pero no tonto. Así que, seguí trajinado con el agua.

Al paso que el día avanzaba, el sol se dejaba caer con más fuerza. «Aprieta, Lorenzo», le animaba aunque yo estaba sudando a caños; «No me seas maricón y arremete con cojones. Abrásales hasta el mondongo con tal de que no paren de refrescarse el gañote»

Menos mal que el veranillo de los membrillos se presentó aquel año a su debío tiempo aliándose conmigo. «Al verano no se lo comen los lobos», solía sentenciar mi padre para rubricar a continuación: «y al ivierno, tampoco». Pero eso era el verano y el ivierno, que eran unos caballeros muy cumplidores y cabales. El veranillo de san Miguel, en cambio, era un zascandil informal y algo chirimbaina del que no podía fiarse uno; y a lo mejor le daba por escurrir el bulto en lugar de presentarse y dar el callo cuando era su obligación. Pero esta vez, supo comportarse y estar a la altura de las circunstancias.

«Tiene que ser mu cara, ¿cuánto costará? Lo contento que se iba a poner el mi burranquino cuando me viera llegar con ella. ¡Y cómo luciría en su cabezota! Cuando llegara al pueblo, to la gente se iba a quedar clisao y con la boca abierta al verme pasar con él»

Conté las perras que había cosechao hasta el momento, pero la jáquima debía valer mucho más. Allí estaba. ¡Y que no era bonita ni na! «¿Cuánto cuesta?» Me atreví a preguntarle al tío gordo que las vendía. «Cinco duros», respondió mirándome de arriba a abajo con una sonrisa desdeñosa como diciendo: «¿De dónde vas a sacar tú tanto dinero, so pelagatos?» «Eso mismo me pregunto yo», musité con una cara de pena que al tío le debió llegar al alma (si es que la tenía), «que de dónde voy a sacar tanto dinero». Pero no estaba dispuesto a rendirme así como así y, sacando fuerzas de flaqueza, seguí acarreando hecho un azacán:

«¡A gorda el hartón de agua!»

Ya había perdío la cuenta de los viajes que había dao. Si no me pasé ochenta veces por el pilar y, de paso, por el puesto de los aparejos, no me pasé ninguna. Estaba reventao pero no me derrumbé. Más que na, pensando en el mi Cigüeño. La verdad era que la bolsa iba engordando. «El negocio va viento en popa, pero cinco duros son muchas gordas». Fui a cambiarlas y volví a contar el dinero.

Miré pa arriba y, como el sol ya empezaba a declinar, yo intentaba darme ánimos: «Ya falta menos». Hasta que por fin reuní la cantidad necesaria. Entonces fui a recoger la jáquima y, aunque los pies me dolían y hasta sangraban, salí como una salación hacia donde teníamos el hato. Allí estaría esperándome, impaciente, el Cigüeño. Ya me imaginaba montao a su grupa, sobre las alforjas nuevas y con la jáquima que acababa de comprar; presentándome en el pueblo con más garbo que si cabalgara un purasangre. Es verdad que no me podría montar en los cacharritos, y menos ir al circo; ni llevarle las garrapiñas a mi madre; o los dátiles, que tanto le gustaban, a la agüela; ni comprarme el repión… Pero el Cigüeñino se lo merecía y por él estaba bien dispuesto a lo que fuera.

Iba galgueando y con la lengua fuera. To cefrao y al borde de la extenuación. Pero no me importaba porque por dentro me sentía ligero y radiante como una centella. Y la criatura más satisfecha sobre la faz de la Tierra: La felicidad corriendo con los pies descalzos y maltrechos, con un barril en una mano y una jáquima en la otra, jaleada por el tintineo de unos cascabeles…

* * *

Recuerdo, eso sí, la cara de mi hermano, que me salió al encuentro: «¡Ha vendío al burranco!», dijo con la voz oscura y profunda como saliendo del fondo de una cueva, pues él sabía de sobra la tormenta que se avecinaba. «¿Que qué?». «Que papa ha vendío al Cigüeño. Le ofrecieron tanto dinero que no tuvo más remedio que…»

Pero a partir de aquí, ya no puedo -ni quiero- acordarme de na. Sólo sé que me contaron, algún tiempo después, que salí de estrampía gritando su nombre como un loco. Que unos mulos se espantaron y ábate me matan; que me recogieron del suelo casi sin sentío y me llevaron de vuelta a casa. Y que temieron por mi vida. Y que me pasaba las noches llamándolo hasta que me quedaba rendío sollozando: «¡Cigüeño, Cigüeñino! ¿Pero dónde te habrás metío? Cuando te coja, julandrón, te vas a enterar».

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La primera vuelta al mundo.

«¿Cuál es el pueblo que está más lejos del mundo?»; pregunté aquella noche, sentao a la camilla al calor del brasero, mientras intentaba recomponer el mapa con un rompecabezas de cubos de cartón conseguío con los vales de la dotrina.

Mi padre dejó de picar las migas pal almuerzo del día siguiente, se arrascó la cabeza y, con los ojos aguzaos enfocando el infinito, trató de rebuscar la solución en algún recoveco de su cerebro. Pero como esta se le resistía, cogió la tapa de la caja y, después de observar a la luz del quinqué el mapa de América allí pintao, acertó a descifrar un nombre que le resultaba familiar: CUBA

«¡Ese es el pueblo más lejano!», respondió con resolución. «Velahí onde está: Cuba. Allí estuvo tu agüelo a pique de dejarse el pellejo cuando se armó la zapatiesta y perdimos los barcos además de la honra. Y según relataba al cabo del tiempo, aquello estaba en el fin del mundo». Y agregó, endosándome un enigma aún más inquietante: «Menos mal que se salvó por los pelos; si no, ni tú ni yo estaríamos aquí». Pues era incapaz de comprender qué demontre tenía yo que ver con la guerra de Cuba.

* * *

Para mí, sin embargo, el mundo estaba confinado en el territorio que se dominaba desde la zotea de mi casa o, a lo sumo, desde el castillo. Sí, allí estaba, tendido a mis pies, en toa su amplitud y a vista de pájaro; jalonado por lejanos poblachones como Solana, Aceuchal, Almendralejo o Villafranca. Y Zafra, donde más lejos había estao. Más allá, el resto del mundo, inexplorao e incierto, apenas imaginao. Y si existía, para el caso, daba lo mismo, porque posiblemente nunca llegaría a descubrirlo. Aunque lo más seguro es que fuera de mentirijina y perteneciera al reino de la fantasía, como podía serlo el País de las Maravillas, la Tierra de Jauja o el Paraíso Terrenal. También la Cuba esa. Es cierto que, muy de tarde en tarde, se divisaba algún vehículo atravesando aquel paraje por la carretera general, como aquellas estrellas fugaces que en verano cruzaban velozmente el cielo, desapareciendo en el inte, sin saber de dónde venían ni a dónde iban. Y si el firmamento era el mismo desde dondequiera que se mirase, ¿por qué no iba a ser toa la Tierra esta parcela de tierra que se extendía ante mis ojos?

Por tanto, aquello era no solo el mundo entero, sino todo el universo: El sol que sale por La Fuente y el sombrero del tío Noriega cuando asoma por La Herrera anunciando el temporal, Sierra Vieja y El Llano, el día y al noche, la torre y el castillo, el nío de cigüeñas y el camino la zorra, el molino de abajo y los portales de arriba, la escuela de siñá Justa y el carro los helaos de siñó José Leva, los tostaos de la tía Juliana y el calostro de las vacas del tío Canelo, Perrunilla con la faca y el doblao de la agüela pa esconderme, cuando pasaba por la callejina con el saco al hombro donde metía a los chiquinos que degollaba…

Con los confines nos comunicaba (o nos aislaba, según se mire) una pista de tierra tan tortuosa y empiná como las gras del campanario y por donde, de vez en cuando, se adentraba algún viandante: Tomás el de la pimienta, el ajero de Aceuchal con las ristres al hombro, el arriero de Salvatierra con los cántaros y barriles, el afilaó con su inconfundible melodía y su rueda chispeante, el tierrablanquero, el costalero…

Y el tío de los hierros viejos. Este era el más esperao por la chiquillería: Llegaba con dos o tres sacos llenos de algarrobas y se marchaba con el serón cargao de «hierros viejos». A cambio de una ambozá de las tersas y sabrosas vainas acastañadas, le entregábamos nuestro tesoro consistente en un cacho de escardillo romo por el uso y unas estrébedes cojitranca, un cerrojo y una fechaúra fuera de servicio, la reja jubilada del arao y un diente mellao de una máquina de maquinar, dos o tres clavos herrumbrosos y algunos callos gastaos que los burros había perdío por esos caminos de herraúra; entre otras alhajas pieza a pieza acumuladas. To se aprovechaba; na se desperdiciaba.

De este modo, íbamos sobreviviendo a la dita «con una economía de subsistencia y autoconsumo», como decía Amadó, que era mu letrao; «con ayuda del trueque como moneda de cambio». Eso debía ser también lo que yo hacía cuando le cambié a Matamoros los bolindres de grea que le gané jugando al gua por un pizarrín de manteca. O cuando, al oír a la tía Juliana pregonando: «¡Cambiooh crúo!», salía con la lata, de esas de conserva a las que Quico el latero les pegaba el asa, y se la entregaba colmá de garbanzos. Ella me la devolvía con los tostaos, pero menos de raída. Cosa que me mosqueaba mucho, porque me quedaba con la impresión de que me timaba.

Aquella carretera propiamente dicha, tan rehollá por el trasiego de bestias y ganao como poco transitá por el tráfico rodao; a no ser por algún carro mula o la carreta con los bueyes de Casquete. Y a la sazón, también por un renqueante coche de línea arrastrando una polvarea; o por un quejumbroso camión, que se desgañitaba en la Romera bregando penosamente por remontar la cuesta. Era el camión de Lirón, acarreando las escasas mercancías importadas por los comercios del pueblo. Esa era la ocasión esperá por los muchachos, agazapaos en la cuneta, para engancharnos en la trasera; aunque alguno lo pagara con una chifarrá o se dejara los dientes y hasta alguna oreja en el intento. A veces, algún intrépido paladín se lanzaba al abordaje y, encaramándose en el cajón, arrojaba a la calzada, cual bandido generoso, una caja de galletas María, a la que nos abalanzábamos los demás, apostados a la espera del botín, para dar buena cuenta de la presa.

El mismo camión y la misma carretera por donde desapareció el Charquín con sus escasas pertenencias camino de esos regueríos. Y fue como si se lo tragara la tierra, porque ya no regresó ni vivo ni muerto. Lo cual confirmaba mis sospechas sobre lo temerario de aventurarse en ese fabuloso más allá:

«Nos vamos a un pueblo nuevo, sin estrenar; cerca de un río veinte veces más ancho que la Corredera (Dice mi padre que a su lao la Rivera es una meá de gato)», comentaba poco antes de alzar el vuelo. «Allí los campos dan tomates y pimientos pa caé malo sin esperar que el agua caiga del cielo. La casa te la dan de balde; también te regalan una vaca lechera, y hasta una yegua; y…» No paraba de contar.

Yo lo escuchaba con algo de envidia pues, tal como lo pintaba, aquello suponía el retorno al paraíso perdido. Y ya lo imaginaba paseando en una jaca a la orilla de un río caudaloso, nadando en la abundancia. En cambio, yo me tendría que aguantar y quedarme aquí. Y es que mi padre estaba más arraigao en el terruño que las argatunas. Y no había quien lo arrancara del Cabezo, porque «más vale lo malo conocío que lo bueno por conocer».

«¿Qué te pasa?», me preguntó mi madre por aquellos días al encontrarme más pensativo y amilanao que de costumbre, mirando el horizonte.

«Que se va…»

«Dios los cría y ellos se juntan», sentenció ella cuando acabé de referirle lo del Charquín. «Pos si se va, que se vaya… ¡y cuánto antes, mejor! No habrá en el pueblo otros muchachos pa juntarse mejores que ese méndigo».

«Pos es bien bueno…»

«Sí, de los Buenos de Villalba. Como tú».

Mendingante o no; a buen seguro era más alfayate que naide cazando pájaros con losas o pescando ranas en las charcas con una caña y una cuerda en la que ataba un grillo o un angosto. Más respeluco daba viéndolo cazar lagartos: Hubo días en que, acorralao por los guardas y empujao por la gazuza, metió el deo en la cueva y, dejando que se lo mordiera, dio un tirón con el bicho recolgando. A continuación, encendíamos una candela pa asarlo y nos los comíamos en menos que canta un gallo. Por eso yo lo apreciaba y hacía buena gavilla con él. Y no quería que se fuera del pueblo porque, aunque era probe, lo poco que tenía era de tos.

No como Juanito Buzo, que era el único que tenía un triciclo pero no se lo emprestaba a nadie; y menos a un arrapiezo como yo, que siempre andaba hecho un farragua. También tenía una peseta: Tolas tardes sacaba la monea del bolsillo y nos proponía una carrera. «El que gane se la lleva», aseguraba mostrándonos la rubia mientras la mirábamos con los ojos haciendo chiribitas. Para nosotros, que nunca tuvimos una peseta ni rubia ni morena en la faldiquera, aquello era un reto que no podíamos dejar escapar. Y echábamos las asaúras pa llegar el primero. Y asín, una tarde tras otra…

«¡No vale, que tú saliste antes de tiempo!», le decía al que llegaba primero. Y, como siempre encontraba una disculpa pa no soltar el trofeo prometido, se la volvía a guardar hasta la próxima ocasión. Por el santo que sea, nunca conseguimos que  pasara del su bolsillo al de alguno de nosotros.

Ni como Juaquinito, el hijo del maestro, que nos cobraba la entrada si queríamos ver la película en un cine de juguete que le cayeron los Reyes, en el que los muñecos corrían palante y patrás según le diera a la manivela.

Eran lo niños ricos. Como eran limpios, guapos y buenos, los reyes magos les caían a ellos los juguetes más caros. También se distinguían porque tenían papá y mamá; pero especialmente por sus nombres: Juanito, Juaquinito, Angelito, Isabelita, Encarnita o Dolorita. Mientras que los demás éramos conocíos como el Mocho, el Chobo, el Cojo, el Sucio, el Pelón, el Pinta… y el Pintao.

Yo también tenía juguetes, pero no costaban na; aunque pa mí valían mucho más que el triciclo o el cinenín ese: güesos, cartones, el aro, la bilarda, el tirador… y un platillo.

Además tenía un pizarrín de manteca, con el cual me entretenía aquella tarde, trazando un circuito en el suelo. Con sus etapas correspondientes de trecho en trecho señaladas: La Parra, Villalba, Almendralejo, Los Santos… Precisamente los siete u ocho pueblos esparcíos por el contorno que me rodeaba. El mundo entero, ya te digo, con el Mirrio descollando como pico culminante y surcao por el bajial de la Rivera, que salvaba la carretera de La Fuente por el puente los Diesojos. Sin faltar detalle: Allí estaban la albuhera, el cortijo don Ángel, el Cubo la Canal, la cuesta la Romera… Los güesos (de albarillos, ciruelas y cerezas) eran los coches y carruajes; una caja de cerillos, un camión… Tos los cacharros rodante que existían por entonces y que se podían contar con los deos de una mano.

Y allí estaba yo, en el ombrigo del mundo: Justo donde se cruzan los caminos que llevan a los cuatro puntales de la Tierra. Dominando el panorama con la amplitud de miras del ser superior que habita en las alturas frente al patán del llano, que apenas ve más allá de sus narices.

Las cigüeñas ya habían acabao de hacer el gazpacho, y el reloj de la torre dio las cinco. Al poco tiempo, el sosiego de la tarde fue quebrado por el retumbante traqueteo de un carro rebotando con las ruedas de hierro en el empedrao de la calle: Se trataba del carro de los helao arrastrao por el propio José Leva, que hacía de mula enganchao a los varales. Y esta era la señal que marcaba el final de la siesta. Como to los domingos, la Corredera se iba convirtiendo en un enjambre bullicioso de zagales, que acudían por las esquinas dispuestos a jugarse las cuatro perras en los guas del atrio, y a gastarse las ganancias en las lambucerías (alvellanas, chochos, papas fritas, estrato, confites, cigarros de chocolate, cohetes…) que ofrecía el puesto de Fefa la Pelona. Algunos nos contentaríamos con devorarlas con ojos golositos mientras nos espantaba como a moscas para abrir paso a Juanito y a Juanita.

* * *

Pero yo, esta tarde de verano, estaba enfrascao en otra ocupación más trascendente. Allí seguía, en la zotea, guiando aquel platillo por los senderos de la vida recién estrenada, con el destino en mis manos y toda la eternidad por delante… Jugando a crear el mundo y manejarlo a mi antojo como un dios caprichoso y prepotente. Por más que mi madre, viéndome en tal trance, dijera con menos imaginación: «Cuando el diablo no tiene na que hacer, mata moscas con el rabo».

Poco a poco, fui desplazando el tapón a través de la pista de bordes blancos con el toque mágico de la uña del corazón impulsada por el pulgar. Sorteando los peligros, mientras avanzaba a capirotazo limpio, bombón tras bombón, a lo largo del trayecto: En el Subibaja, no me estrellé con el coche de Juan el Chofe de milagro; en los Antiscales, enfilando Santa Marta, los civiles me pusieron una multa por correr más de la cuenta y me retuvieron durante cinco interminables minutos. En el Cuarto el Monte atajé al Pajarote, que venía como un amoto y, en el Horno Zapata, al camión de Lirón, que venía a paso de tortuga. Tras algunos percances más (como cuando me salí de la carretera, ya rebasao el pozo de beber, y fui a parar a la Romera, donde estuve esperando que el camión lograra gatear la dichosa cuesta) conseguí por fin completar el recorrío. Y culminar la hazaña: Había dao la vuelta al mundo; la primera vuelta al mundo con un platillo.

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La canica de cristal

El bolindre cristaloso


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El bolindre cristaloso

Ahí sigue, en el cenicero; junto a la llave y la moneda. En el pueblo hay silencio. Un silencio quebrado solamente por un coche o un televisor en marcha. Desde el fondo de la canica, a punto de abandonar la niñez, un muchacho se aferra a ella mirándome con los ojos muy abiertos, asustado por primera vez ante el porvenir que le espera y sin querer reconocerse en el viejo que lo mira desde el otro extremo de la existencia. Es el mismo niño que está ahí, delante de un mapa y con un libro que no parece interesarle mucho entre las manos; en la vieja foto escolar. Y de la que parece que va a saltar de un momento a otro para recuperar su apreciado “bolindre cristaloso”.

Localismos: La troje de las palabras.

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