La canica de cristal


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Está ahí, en el cenicero reciclado ahora en vaciadero y contenedor de bagatelas. Junto a la llave y la moneda. No sé por qué atrajo mi atención ni cómo habrá llegado hasta aquí. Pero parece haberse escapado del bolsillo del niño que me mira desde la vieja fotografía escolar que cuelga en la pared. Lo cierto es que, al fijar los ojos en ella, la bolita me cautivó como una gran bola de cristal en la que puedo divisar los niños de antaño jugando en la Corredera: Las niñas giran al coro o saltan la comba al ritmo de cadenciosos romances, mientras los muchachos  se persiguen o brincan jugando al marro o a entera; en un pueblo bullicioso, rebosante de vida y con afán de futuro. Y ahí está también el niño que fui, el mismo zagal de la foto mirándome desde el fondo de mi infancia…

Pero sólo es una canica de gua. No vale nada.

Anda que no. Por lo menos vale una perra gorda, no te creas. A lo mejor la cambié por un güeso de albarillo, por un pizarrín de manteca o por dos cohetes de esos que chisporrotean tras refregarlos por el suelo. Vete tú a saber… Quizá, por un vale de la dotrina.

Aquellos vales de la doctrina. Asistiendo a ella, uno podía aprender a ser buen cristiano y así ganar el cielo. Pero, por si este premio pudiera parecer lejano y difuso, había la posibilidad de una recompensa más palpable y urgente: Normalmente unos calcetines, una bufanda o un jersey. Según la cantidad de vales acumulados. Los más desahogados económicamente hasta se podían permitir el lujo de canjearlos por juguetes.

Nuestros juguetes… Por lo común eran objetos de desecho: huesos, cartones, chapas, tabas, cuerdas, botes, latas…, o simplemente un tejo o cascajo para jugar a boche o a la rayuela.

En un pueblo sin agua corriente ni luz eléctrica, sin radio ni televisión, sin apenas coches ni carreteras… Ni tan siquiera cine, que ya nos cogió rapagones cuando llegó al pueblo. Nosotros no éramos meros espectadores de aventuras y juegos divertidos, sino los creadores de nuestros juguetes y los protagonistas de nuestras diversiones. Tal derroche de imaginación nos convertiría más tarde en una generación de ilusos que, en la década prodigiosa, hasta imaginó cambiar el mundo y darle la vuelta como a un calcetín, mediante una revolución ganada sin armas ni violencia sino con flores y canciones. Tampoco necesitábamos videojuegos ni un ordenador para jugar a matar marcianitos. Ni maldita la falta que nos hacía.

Teníamos cachivaches mucho menos caros pero bastante más valiosos como la bilarda, el repión, el aro… Lo más importante lo ponía nuestra iginación: Una caña era un brioso corcel, una cuerda atada por sus cabos era un autobús con el que recorríamos el pueblo; un taco de madera o una pelota de trapos se convertían, respectivamente en un coche o un balón de reglamento.

Juegos y juguetes que se sucedían unos a otros con el paso de las estaciones, las faenas agrícolas o las celebraciones festivas: los grillos, el pajar, los campanillos, las juncias… Por la feria de san Miguel, todos aparecíamos con nuestro repión en ristre, dispuestos a escachar de un púazo al de aquel que se pusiera a nuestro alcance jugando al redondel. Enseguida llegaban las canicas. O mejor dicho, los bolindres: Los había de arcilla, los más corrientes, entre otros más escasos y codiciados como eran los de mármol o los de cristal.

El bolindre cristaloso. Gracias a él ya he ganado un buen puñao de bolindres de grea jugando al gua. (Había que ver la cara que ponía cuando iba perdiendo: “Que si metes zanca, que si estás empicao”. Lo que temía era que lo apara). Y lo había cambiao, ya me acuerdo, por dos cartones de una caja de cerillos. Y tanto que fue un gran negocio, ya lo creo. Con una miaja más de suerte, pronto me haré de uno de mármol que podré cambiar por un cuento del Capitán Trueno o del Guerrero del Antifaz.

Aquellos tebeos que pasaban de mano en mano. Mil veces hojeados, cambalacheados, manchados, repasados y recosidos. En ellos aprendimos una historia fabulada que se mezclaba y confundía con la dudosa historia escolar de héroes y supermanes hispánicos tales como Viriato, Don Pelayo, el Cid Campeador, Pizarro, el Gran Capitán… Entre los que descollaba el más grande de todos: el Generalísimo Franco, Caudillo de España, disputándole la supremacía a Dios en nuestras ingenuas y tiernas cabecitas infantiles. Y aquellas canciones patrióticas: Nos traían los ecos airados de una guerra que no conocimos y cuyos rescoldos aún no estaban apagados.

Lo puedo ver a través de esta bolita de vidrio: Ahora, el chiquillo y sus amigos está reviviendo bajo las murallas del castillo el asalto a la fortaleza,  junto a Crispín y Goliath. Gastando las energías que les proporciona la leche américana. Aquella leche en polvo que tan “generosamente” nos enviaban a los desnutridos españolitos de entonces nuestros nuevos y ricos amigos los yanquis. Completaba nuestra dieta con los nutrientes que la matanza no aportaba. Por la tarde, el pan con aceite y azúcar contribuía a reponer energías. Con los higos pasaos, bellotas, almendras, albillas, chumbos, moras, acinojos y acerones hacíamos buen acopio de vitaminas. A la vez que nuestra mente se nutría con la cartilla de Rayas, el libro de Nosotros, el catecismo Ripalda y la enciclopedia de Grado Medio. (Aquellas pizarras, aquellos tinteros…, los secantes). Un buen coscorrón o un palmetazo en toda regla sería el premio por nuestra “aplicación”. Cuando no, quedarnos encerrados sin comer en el cuarto de las ratas.

Ahí estamos reflejados, en la canica de cristal. Jugando a ser mayor: Fumando furtivamente un cigarrillo de papel de estraza o un “ideal”. Alguien está tramando salir a tirar los cascos esta noche. Es un juego arriesgado y hay que tomar precauciones.

Las imágenes pasan veloces: los tosantos, la matanza, el rebusco, la feria de san Miguel, la primera comunión, la misa del alba, la cruz de mayo…  Y al fondo, el paisaje: Entre el Pico la Horca, el Pilar de Arriba, el Castillo, la Albuhera y el Llano de don Ángel se encontraba nuestro mundo conocido. (Nos los sabíamos palmo a palmo: la sacristía, la era Mencía, la mina de Moriche, la madre del agua, el camino del Peón, la piedra peligrosa, el charco manantío, la fuente de los perros…) Un inmenso territorio cuyos límites en contadas ocasiones lográbamos traspasar y por donde, un día de rondón, se nos coló el progreso.

El “progreso”.  arrinconó el candil, el carburador y los cuentos al amor de la lumbre y nos fue dejando toda una ristre de cables, vehículos y aparatos interminables. Chatarra y plástico. Mucha chatarra y mucho plástico. Pero a cambio, se llevó lo mejor de nuestras gentes: los jóvenes. Y fue a nosotros, ya mozos y mozas a la sazón, a quienes nos tocó la china. Mal negocio hizo esta vez nuestro pueblo. Peor que aquellos indios, que cambiaban su oro por los espejos que los conquistadores les ofrecían, deslumbrados por el falso resplandor que los cegaba.

El valioso bolindre cristaloso por el cartoncito de nada. Sí, es el mío. Lo podría reconocer entre un millar. Así que ya me lo puedes devolver. No, yo no lo vendo. Ni siquiera por un duro de esos tan raros que tienes. Además tu dinero me serviría de bien poco. Yo no lo vendo por nada. Pero, si tanto interés tienes, te lo empresto. Quédate con él hasta cuando quieras, pero no me lo pierdas. Es mi talismán: Me da suerte. En esta bolita el futuro se abre como en una bola mágica:  A través de él puedo verte, un tío viejo que no acierto a reconocer. También se ve el pueblo. Hay muy poca gente. ¿Adónde se han ido?. Apenas hay niños. Niños que no juegan a entera ni al marro, que no cantan romances ni alborotan las calles. Están pegados a una pequeña pantalla. Ya ves, mediante ese bolindre puedo ponerme en contacto y comunicarme contigo. Si es que dispones de un poco de tiempo para perderlo con un mocoso como yo.

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Cuando los trigos encañan


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Cuando los trigos encañan

Ya se venteaba su cálido aliento. Aunque a veces la primavera la cogía llorona y nos aguaba la fiesta («Agua, Dios; y venga mayo»); aquel año, ya se presentía, agazapao, el verano por llegar. Por eso los zagales ya andábamos en sandalias -cuando las teníamos- a estas alturas de la temporada. Los borceguiles invernales veraneaban en el doblao hasta que los primeros fríos otoñales los impulsaran a embutirse en nuestros piececitos morenos de vereas, de chicharras, de rastrojo y de eras. ¡Qué lejos quedaba la playa! El mar… Desde los cortinales algún burranco acarreaba, verde como el trigo verde, su fascinante carga de forraje. Y aquellos haces, con sus tiernas espigas preñadas de granos de cebá o de trigo, era una tentación inevitable pese a que la osadía te costara un implacable cabrestazo. Del botín dábamos buena cuenta afanándonos en pescar los bagos, una vez pelados y colocados sobre una lancha, con la punta de la lengua. Y había que aguzar la puntería porque si no, perdías y no catabas nada. Ni un bago. Namás con que humedecieras una mijina la lancha con la lengua o cogieras más de uno. Por ansioso.

La playa… Te mataran las helás. Cuando por fin el verano lanzaba su flameante zarpazo sobre el pueblo, y aunque por entonces ni siquiera se había inventado el turismo, nosotros ya veraneábamos. O por lo menos eso decía mi madre: «¡Venga, que nos vamos de veraneo!». Y, con el postín del señorito que se marcha a un crucero por el Mediterráneo, bajábamos de la cocina del doblao, la de junto al chacinero y la troje del picón; y hacíamos la vida en la colá, donde el madero de los aparejos y el cucharro, que se estaba más fresquito. Dónde va a parar. Y dormíamos al raso; sobre una jerga de paja y bajo una manta de estrellas. Mi padre desde la cubierta del barco, digo desde el piso de la zotea, me daba clases de astronomía sobre la pizarra del firmamento: «Mira, hijo, esa que ves ahí es la estrella polar. Aquellas otras, las cabrillas; este, el lucero miguero.  Y ese, el carro; y el camino de Santiago y…» Hasta que me quedaba dormido y soñaba que iba montado en un carro tirado por siete cabrillas y guiado por la estrella polar, por el camino de Santiago. Pasando por remotas constelaciones de estrellas, algunas con nombres tan cercanos como el lagarto o la zorra. Eso sí que era turismo (rural, que diría el otro). No ardiera.

* * *

Pero a lo que iba. Con el tallo del forraje hicimos una pita, y cuando vimos que pasaba una gavilla de zagalas con una cruz de las chiquininas cantándole coplas, las seguimos como si fuéramos una banda y, aporreando un latón herrumbroso, arremeábamos a la mismísima de Barcarrota. Sí, la banda de música, la que acudía al pueblo, tú te acuerdas bien, todos los años cuando las fiestas de mayo, por la Cruz.  Al día siguiente, como ya no había escuela, mi padre me dijo que tenía que ir por la tarde a Valdemoral con la burra. Sonó un cohete, luego otro, y otro. Yo cogí y me olvidé del mandao paterno. Me planté una careta y me fui con la cabalgata de gigantes y cabezudos a esperar a los músicos, que venían en el Brito, si la memoria no me falla, en el autobús de las seis, que hacía su parada en la carretera junto a la cochera del Gallinero. Más tarde, cuando me cansé de hacer el canelo, le dejé la careta a Quico Viruta a cambio de tres perras gordas. Recuerdo que me compré un pirulín y hasta un helao -que un día era un día- en el carro de siñó José Leva después de jugar a las perras en el atrio.

Siñó José Leva era «un empresario polifacético, como decía el otro, que no ponía sus huevos en la misma cesta sino que diversificaba los riesgos»; y así, además de dedicarse a la elaboración de helados, freía jeringos en competencia con Las Pacas y, cuando llegó la luz eléctrica, proyectaba películas de cine en un corralón con gallinas y todo que daba a la Corredera. Pero eso es otra historia. También se dedicaba a la compra de almendras. («No todas te van a salir dulces», le decía  el socarrón de Perrunilla, que era el que se las vendía, si se quejaba de la calidad del producto.) Lo cierto es que, para pelarlas, echaba mano, valga le redundancia, de la mano de obra barata de los muchachos de la calle como yo, que abandonábamos la escuela para tal menester. Porque ya está bien de perder el tiempo aprendiendo la retahíla de los partidos judiciales de la provincia de Badajoz y otras pamplinas como aquel romance que nos hacía recitar el maestro: «Que por mayo era, por mayo, cuando hace la calor…» Por eso yo me escapaba las más de las veces y me iba a poner las balletas o a coger espárragos, según lo que diera el tiempo. «¡A tú edad ya andaba yo con la piara de guarros ganándome la vida, mangante, -me relataba mi padre cuando se enteraba- que vives como un marqués y untavía te quejas! ¡Desde mañana, te vienes conmigo al campo!». Y por eso, como ya te habrás percatao, no sé hacer ni la o con un canuto. A to esto, me se olvidaba contarte que con eso de machacar almendras apenas ganábamos un real y algún que otro latigazo si nos entallaban con una peba en la boca. Pero ahora no estamos en el tiempo de las almendras, sino en el de las albillas.

Llegué tarde a casa por la noche. Al día siguiente, tuve que ir a por albillas. A Valdemoral, como ya te dije. «Porque si no, ¿a ver que íbamos a comer el día de la Cruz?» Y, aunque me perdí la carrera de burros, yo, a mi manera, rivalizaba con los intrépidos jinetes galanteando a lomos de la mi Princesa, que así se llamaba la jumenta, con las aguaeras cargadas de las susodichas legumbres. ¡Y que no corría na!.  Los zagales, por el pueblo, ya andaban medio vestidos de disanto y, como la plaza estaba llena de puestos de confites y otras lambucerías, yo ahilé pa casa por el callejón, por detrás de los corralones para que no me vieran llegar; pero algunos mozangones me estaban acechando y ábate me dejan sin una sola vaina. Cuando llegué a casa, me armaron la marimorena. Me castigaron sin dinero y me quedaron sin comer. Para que espabilara, pos ya se sabe que la hambre es mu lista.

Aquella noche, las lágrimas me impidieron ver las estrellas. Y hasta el resplandor de los cohetes que gateaban en el aire, por encima de la torre, codeándose con los luceros. Para mi consuelo, los cielos me regalaron una varilla -eso que los muchachos de entonces nos disputábamos con tanto ahínco- que fue a parar al mi corral. Con ella, tan pronto me sentía un guerrero masái arrojando la lanza contra Moro, el gato negro, al que hice blanco de mis desdichas, como un indio apache cabalgando la Gran Llanura de mi desolación; pasando por un soldadito desfilando con mosquetón al ritmo del Sitio de Zaragoza que me llegaba interpretado por la banda, para acabar siendo un pirata oteando con el catalejo el codiciado cargamento de una galeón. Y es que, a falta de auténticos juguetes, había que estrujarse la imaginación.

«Este muchacho va a ser un desgraciao -oía que comentaban mis padres-  no vale pa na.»

Al otro día, las campanas anunciaban alborozadas para todos que era el día de la Cruz. Para todos, menos pa mí porque en casa, como te puedes imaginar, estábamos para pocas fiestas. Total que, entre pitos y flautas, las de aquel año pasaron con más pena que gloria. Y por eso no recuerdo gran cosa.

* * *

* * *

Una vez que salí del pueblo a casa de unos conocíos de más posibles que vivían en la capital, para que medrara como otros medraron ya que mis padres no se podía hacer cargo de mi crianza, yo, con las pocas luces que Dios me dio, no alcanzaba a comprender cómo al llegar la Cruz, que era un disanto tan gordo, la gente se quedara tan tranquila como si fuera un día igual que otro cualquiera. Y le decía a todo el que me encontraba: «Pero ¿cómo? ¿No te has enterado? ¡Es el día de la Cruz! Hoy en mi pueblo… » Pero nadie me hacía caso, sino que me miraban como si fuera un bicho raro. (Bien sabía yo que los raros eran ellos).  Y soñaba que iba montado en las voladoras del Fontanés. Y empezaba a escuchar el alboroto de las campanas, que volteaban locas de alegría anunciando la proseción por las empinadas calles del pueblo; y la banda de música, que acompasaba el paso de la cruz. Y hasta fateaba como un podenco el olor de la pólvora de los fuegos artificiales mezclado el del los jeringos de las Pacas y la colonia de las chavalas, que iban pidiendo guerra. Y también oía el restallar de los cohetes y el pregón de los de la tómbola, y el inquieto bullebulle de la gente yendo de acá para allá… y no pararía de contarte. Hasta que me dormía acariciado por el arrullo de una coplina que, como una nana, me aleteaba susurros de cruces de mayo, de esquilitas, de blancas palomas; envuelo en aromas de clavellinas, de tomillo y romero.

Y como desde entonces empecé a marchitarme como si me hubiera caído la mangria, pos ya se sabe que el aire de Madrid mata a un hombre y no apaga un candil. Lo cierto esque yo parecía una pardal de los pelones dando las boqueás de la angustia que tenía, chacho. Así que mis padres decidieron que dejara el asfalto y regresara al pueblo. Y yo encantao porque, como en El Cabezo, digan lo que digan,  no se está en parte ninguna.

Desque pasaba la cruz, la piara de amigos revivíamos la fiesta a nuestra manera: La carrera de burros y la carrera de cintas, los pucheros y la cucaña, los cabezudos y los globos grotescos. La “gran chocolatada”, pongo por caso, la hacíamos en la borcelana, pero con chocolate de mentirijina; bueno, si quieres que te diga la verdad, con agua sucia en la que deshacíamos un cacho de estrato; y con una perra chica, no con pesetas. Metíamos la cabeza y a ver quién cogía la monea con la boca. La carrera de cintas, con tiras de papel. La traca la hacíamos con unas bolsinas de sal que colgábamos en una cuerda a la que prendíamos fuego; Por último, con el carburo de los carburadores hacíamos un barreno, le arrimábamos un cerillo y había que echar a correr a to meter para que no te explotara en la cara. Era el estrumpío final.

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El arrullo de la tórtola

Allí estaba, en el petril. Al principio oteaba el panorama con recelo desde la tapia del corral. Pero al verme, en vez de espantarse, pegó una volandá y se plantó en la zotea. Estaba mu cambiá y no fui capaz de reconocerla a primera vista. Pensé que era una paloma casera. Una de aquellas que se posaban de vez en cuando en la ventana del doblao y a las que les echaba el esportón encima en menos que canta un gallo. Pero éste no era el caso porque su plumaje tenía la brava lozanía de la que carecían las torpes y rechonchas palomas domésticas. Y en sus ojos se reflejaba el brillo luminoso y exótico propio de tierras lejanas. Sin embargo, me resultaba tan familiar y me miraba con tanta confianza que parecía que nos conocíamos de toa la vida. «¿Cómo te atreves, palomita? Si supieras que con el tirador soy un campeón y que donde pongo el ojo, pongo la piedra…». Me acerqué poquino a poco y, del sobresalto, el corazón pegó un brinco y empezó a dar más volteretas que el esquilón de la plaza el día de las juncias.

* * *

Por san Isidro Labrador, se va el frío y viene el sol. Y con el sol llegaban las tórtolas. Yo no sabía de dónde venían pero regresaban cada año. Como aparecían, con el frío, las aguanieves y los sabañones. (O las cigüeñas por san Blas). Y desde entonces, la quietud de la hesa se convertía en un continuo y apacible rruu-rruu-rruu que, al llegar el verano, adormilaba a las ovejas acarrás alreó de las encinas. San Isidro era el santo que sacaban los turras, cuando la romería, con una maná de trigo; y que tenía aquella yunta de bueyes al pie que a mí tanto me gustaba.

«Pídele a la Virgen que te haga bueno», me decía mi agüela algunas veces que me llevaba a los Mártires cuando era más chico. «No, que ya soy bueno», le replicaba yo, «pídele mejor los bueyes que están allí». «Eso no se pide; además, los bueyes son de San Isidro». «Pos entonces, pídeselos a san Isidro…». Y por más que pataleara, no había na que hacer. Ni la yunta de bueyes, ni na. Ni siquiera la collera de tórtolas que tenía otro santo que estaba enfrente de San Isidro y que se llamaba… Bueno, ahora no me acuerdo. (Me se habrá ido el santo al cielo, como decía  mi agüela).

Del que sí me acuerdo es del polarma de san Bartolo. Sobre to, desde aquel día en que el maestro nos preguntó en la escuela que quién sabía lo que llevaba san Bartolomé en las manos. Yo levanté el deo y le contesté que lo sabía, que lo había visto cuando lo sacaban en proseción allá por el mes de agosto los del ayuntamiento, y que lo que llevaba era una navaja y un cacho tocino. «¡Tú sí que eres un cacho de tocino!», bramó el energúmeno soltándome una hostia, «Claro, como en tu vida has visto un libro, qué vas a saber. Así vos luce el pelo, ¡a ti y a tos los de este maldito pueblo de mierda!». Era más malo que el purgón. La madre que lo parió, qué mala leche tenía. Santi el Vareante decía que si te refregabas las mano con un ajo porro, los estacazos que te harreaba ni los sentías. ¡Anda que no dolían! Ni ajo porro ni cebolla almorrana que valga. Y que no dolían na…

Yo me sentaba con el Charquín en el mismo pupitre. Un día va y me larga que tenía un nío de tórtolas. «Sí, con tortolinos recién salíos del güevo; en la Peralera, en la encina que está al lao del pilar de las ovejas cuando se va pa la Rivera; pero no se lo digas a naide». Al día siguiente, me escapé de la escuela y, al otro, ya tenía yo un par de pichones en casa de los que ocuparme durante el verano. «¡Como entalle al cabrón que me lo ha birlao, lo quedo en el sitio!», me contaron que masculló al enterarse del saqueo. Cuando aparecí por la escuela a la semana siguiente, yo me hice el desentendío pero el Charquín andaba con la mosca detrás de la oreja. A lo primero, como la clase ya había empezao, no dijo ni pío; pero apretándose el gañote con la mano, me dio a entender que a la salía me esperaba. Y no precisamente pa jugar a las sardinetas como otras veces.

Cuando nos dieron larga, eché a correr pa casa como alma que lleva el demonio. Y con el Charquín pisándome los zancajos. Pero ni siquiera en casa conseguí escabullirme de él. Al contrario; hecho un bejino, me reclamaba las tórtolas ya que el nío era suyo porque fue el primero que lo vio. Y que, si no se las daba, iba a haber más puños que jugando al marro. Menos mal que intervino mi madre poniéndose esta vez de mi parte y, tras alegar que «en el campo hay un nío, hoy es tuyo y mañana es mío», sentenció a mi favor, dando por zanjada la cuestión. Y así aguantamos por lo menos dos días sin hablarnos hasta que al tercero, el Charquín se arrancó un mechón de la cabeza y me preguntó conciliador mientras me mostraba un cabello: «¿Dónde va el pelillo?». «A la mar», le respondí como era lo convenío en estos casos. «Pelillos a la mar y lo pasao, pasao está», dijo pegando un resoplío, y tan amigos como siempre. Yo, en compensación y para que volviera a fiarse de mí, le propuse salir en busca de otro nío pa esos Colgaos. Que eso era lo que había de más en el campo y que no íbamos enemistarnos por un echa pa allá esas pajas, y que esta vez no se fuera de la lengua. Y así fue como el Charquín se hizo también con su correspondiente collera de tórtolas aquella temporá.

Mi amigo era tan pequeñajo, casi, como el pajarino de quien tomó el apodo; y tan listo, inquieto, ágil y vivaracho como ellos. Además, sabía imitar su canto con sorprendente perfección: «A-gua-quí, a-gua-quí, a-gua-quí». La verdad era que sabía remear como nadie el canto de cualquier pájaro. Tan bien lo hacía, que a veces llegaba a engañar hasta a ellos mismos, ya fuera una gurupéndola o una churumbela, una mierra o un tordal… Más que imitarlos, yo creo que se entendía con ellos. Y así como los pájaros le enseñaron a cantar, él consiguió enseñar a hablar a alguno de ellos: Como a aquel gayo del campo que tuvo una vez en su casa. Se llamaba Perico. A Perico le gustaban las bellotas, los higos pasaos, los grillos y los angostos; y no paraba de repetir con su voz cascada: «Perico Pelota, apareja la burra y ve a por bellotas». También tenía un tabacoso, aunque más bien parecía que era el pajarillo del babaté colorao el que lo tenía a él. Se llamaba Robín y, aunque vivía en libertad, acudía a comer en sus propias manos; además, iba a buscarlo a su casa y hasta le seguía a cualquier parte como un cachorrillo. El día que lo mató un gato, se llevó el sofocón de su vida. Le hicimos un intierro como Dios manda, le cantamos el gorigori y lo pusimos en un nicho que abrimos en la pared del corral con su lápida de cristal. Daba no sé qué ver al angelito. De cura ofició Juan Portero, que era monaguillo. Nunca vi al Charquín lloriquear como ese día y con tanto desconsuelo. Toa la escuela acudimos muy serios a darle la cabezá. Costó Dios y ayuda arrancarlo del nicho, pero durante muchas tardes lo primero que hacía al salir de la escuela era ir a ver a su querido pechirrojo.

A mí también me se murió una de las tórtolas; y es que la probe, por haberla desaniao tan contiempo, siempre estuvo mu debilucha y escuchumizá. Hasta que dio las últimas boqueás. La otra, la mi Rula como yo la llamaba, consiguió tirar palante gracias a los mimos y miramientos con los que yo la cuidaba: Le abría el pico para echarle los bagos de trigo y rebuscaba otras semillas del campo, que ablandaba en la mi boca de donde las cogía, hasta que aprendió a comer sola. También comía pipas de girasol y no le faltaba ni su ración de arena ni su lata llena de agua. Durante la siesta, me entretenía pelándole las mejores pebas. De aquellas que poníamos a secar en el poyo de la zotea, las de los melones que salían más dulces y sabrosos y que reservábamos pa simiente. Y le palpaba el buche atiborrado. Y así, fui notando, durante el calmoso discurrir de los largos días del verano, cómo crecía y cambiaba de aspecto: Primero le apuntaban los cañones y desaparecía la yesca o pelusilla pajiza con la que nacían, luego le salían las plumas y daba los primeros aleteos hasta que se hizo volandera y había que cortarle los vuelos por miedo a que se escapara. Y cómo empezaba a ruar y cómo iba engordando.

Y si a cada cochino le llega su sanmartín, a cada tórtola le llega su sambartó. Y el día del santo patrón había comía extraordinaria en la que no podía faltar un par de tórtolas en escabeche.

«Compréndelo, es ley de vida», le decía pa disculparme, «Si no, te matarían los gatos…, y si te libras de ellos, no te librarás de los tramperos ni de los escopeteros que acechan en los pasos otoñales. O el temporal de levante te haría perder el rumbo arrastrándote mar adentro lejos de tu destino. Además, si al final me enterneces y te perdono la vida, sería el hazmerreír de la pandilla».

Los días iban menguando y, por la Herrera, se asomó la primera nube que nos anticipaba el otoño cercano. Por el Cristo, las alas le habían crecío de nuevo y su plumaje se adornó con un llamativo collar de color rosado vinoso que relucía con la caricia de los rayos del sol de los membrillos. Estaba tan guapa y galana que no me atrevía a tocarla. Algo se barruntaba aquel día porque, antes de desaparecer, recuerdo que andaba como desenderá, más intranquila y rabisca que de costumbre.

* * *

Pero allí estaba otra vez, en el petril.  Era ella. La misma que yo crié, la que comía en mi propia boca. Estaba más guapa que nunca: con el arco iris de la cruz de mayo abrazao a su cuello. Había vuelto, a la querencia, después de pasar to el invierno por esos mundos sorteando peligros sin cuento. Allí estábamos los tres: la Rula, el Charquín y yo. Allí estaba la mi tortolica. Moviéndose postinera de acá para allá. Sin parar de ruar. «¿Has vuelto pa quedarte conmigo, verdad?». «Rruu, rruu, rruu…». «Dice que viene a saludarte y a agradecerte, de paso, lo que hiciste por ella el verano pasao», traducía el Charquín, más que clisao, encandilao ante aquella mirada amarilla, «y que no te enfades pero que debe seguir la llamada del encinar que la reclama». «Rruu, rruu, rruu…». «Que no debe vivir entre los hombres porque los suyos la despreciarían y un ave silvestre aborrecía por sus semejantes es un ave condenada a muerte». «Anda, Ruliña, quédate», le susurraba yo, «Si te quedas, te trataré como a una reina y haré que no te falte de na: Te conseguiré los bagos más tiernos, las pebas más escogías…, y te protegeré de los tirachinas de los muchachos y de las escopetas de los cazaores». «Rruu, rruu, rruu…». «Dice que no necesita na, que con tres semillas de verdolaga y cuatro raíces mal trabadas donde aniar tiene bastante. Que ellas no son como los humanos, que venden la libertad a cambio de unas migajas de comodidad o de un mendrugo de seguridad. Como los perros, como las gallinas… Y que ella no es una gallina». Y remontando el vuelo, añadió con orgullo: «Nosotras, como los lobos, como las águilas, como cualquier animal decente, necesitamos el aire libre del ancho mundo para poder vivir con dignidad».

«¿Y qué más?».

«Que adiós, que te quiere pero prefiere la libertad».

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Ultramarinos y coloniales

Mi madre me había dicho aquel día antes de irse a lavar al güerto las Guindas que, al salir de la escuela, me pasara por casa Carmelo a por una jícara de chocolate pa la merendilla.

El comercio de Carmelo estaba en la callejina del mismo nombre propiamente dicha; en las traseras del ayuntamiento, más arriba de la carnicería tirando pal grifo adonde las mujeres iban con los cántaros a por el agua. (ULTRAMARINOS Y COLONIALES rezaba el cartel que lo anunciaba en la puerta con un par de rotundas palabras evocadoras de un imperio colonial en ultramar en el que, según contaban los libros escolares, nunca se ponía el sol.) Por cima de la taberna de Perenales y por bajo del estanco de Eloy al doblar la esquina de la ca Albarracín. Dos establecimientos, el estanco y la taberna, que yo me conocía de sobra porque era adonde mi agüelo me mandaba a comprarle dos artículos sin los que no podía pasar: el vino y el tabaco.

«Anda, cano, ve al istanco y trae…» «Sí, agüelo, un paquete verde y un librito Bambú.» «Y coge la botella y tráete el vino de paso.» Las perras tenía que pedírselas a la agüela y…

Eso era lo peor. Porque la abuela Brígida era de armas tomar y no estaba dispuesta a que el su dinero, escaso y laboriosamente ganado, se esfumara por arte de birlibirloque, como ella decía.

Yo me acercaba con cautela y le transmitía el encargo balbuciendo: «Que dice… dinero… tabaco y… pal vino.» La agüela, como siempre, ponía el grito en el cielo. Yo esperaba agazapao a que amainara la tormenta. Hasta que al cabo de un rato de relatar y despotricar contra las zacatúas del destino y lamentarse de su malaventura, se arrascaba los bolsillos de la saya y cogía un puñao de moneas que arrojaba a la calle vociferando: «Eso es lo que tú haces, tirar el dinero a la calle; ¡venga, a la calle, a lo loco…!»

Entonces yo salía de mi escondiche, saltaba el lumbral, recogía una tras otra las perras gordas y chicas desparramás por el empedrao y me iba a buscarle a mi agüelo Juan el vino y el tabaco. Ya te digo, al estanco de Eloy y a la taberna de Perenales. Me acuerdo como si fuera hoy mismo: Parece que estoy viendo a Eloy, inexpresivo, parsimonioso, despachando tras el mostrador de madera, sin inmutarse, a éste un sello de correos (de esos que tenían la cabeza de Franco), a aquel una caja de cerillos o una mecha pal yesquero, al otro una pitillera de ideales, un caldogallina o dos o tres pitillos sueltos, que él mismo enliaba… Arrastrando la mano sobre el mostrador, empujaba el género con el revés y recogía el dinero con la palma como quien recoge las miajas de la mesa.

«Y un paquete verde de tabaco y un librito de papel Bambú pa mi agüelo.»

* * *

Pero en esta ocasión, tenía que ir an ca Carmelo a por una jícara de chocolate como me había encargao mi madre: «Cuando salgas de la escuela, coges un cacho pan del cajón de la mesa y le pides a Carmelo una jícara de chocolate; que ya se la pagaré desque tu padre cobre los jornales de la siega.»

«Que me dé usté una jícara de chocolate».

«¿Mande?»

«Una jícara de chocolate», murmuré entre dientes ya con menos seguridad.

«¿Y el dinero? A ver, los cuartos.»

«Que ya se lo pagará a usté mi madre cuando…», logré decir con un hilo de voz antes de que me cortara tajante:

«¡Sí, como los plátanos! Los que se llevó tu hermano la otra noche y que se quedaron por las costas. ¿Vosotros qué vos creéis, que a mí me regalan la mercancía?, ¿que los plátanos los dan las aldefas y el chocolate las albolagas? Miste que coño… Si quieres que te cante, el dinero por delante.» Y espantándome ostensiblemente como si fuera un chucho callejero, remató: «¡Venga, por la puerta se va a la calle!»

Agaché las orejas y salí con el rabo entre las patas, como suele decirse. Qué le vamos va a hacer, otra tarde que me quedé sin merendillar… Maldita sea.

Carmelo, que también tocaba el yamba en las bodas, vendía de to un poco: Tres chicas de sal, dos reales de chicoria, un ocho de aceite, una torcía pal candil, carburo pal carburador, piedra lipe, mitad del cuarto de bonito, una sardina arenque en salazón, cenachos, azúcar, papas, fideos…, media libra de chocolate Matías López (de chocolate, por llamarlo de alguna forma, porque sabía a tierra más que otra cosa). Media libra o… una jícara si la bolsa no daba pa derroches. A mí lo que más me encandilaba de la tienda era un fraile pintao en un cartón que se ponía o se quitaba la capucha según hiciera frío o calor. Y aunque a nadie le llamara la atención, yo me quedaba mirándolo como un pasmarote a ver si movía la mano en la que tenía un palitroque para señalar el tiempo que iba a hacer: nublao, revuelto, ventoso, despejao o algo así.

Pero más boquiabierto me quedaba ante el racimo de plátanos que tenía colgao en la puerta pa envidia del vecindario. Daba gusto verlos.

«¿Qué, te gustan los plátanos?, je, je, je…», se ponía Carmelo con una risita guasona coreada por los demás que a mí me sentaba como una patá en… la barriga.

Un día me puse malo con calentura y, como gomitaba to lo que comía, mi madre como último recurso le dijo a mi hermano: «Anda, Antonio, acércate an ca Carmelo a por dos plátanos, ave si le aguantan a este muchacho en el estómago.» Ave que si aguantaron. Pa una vez que uno comía plátanos no era cuestión de desaprovecharlos. Y es que ya se sabe que cuando un probe come jamón… A decir verdad, fue ésta la primera vez que los comí, pero no la única. Hubo otra vez que me puse las botas.

Eran duros aquellos años y no estaba la vida pa lambucerías y pamplinas. Pero Carmelo, el mu puñetero, no perdía ocasión de refregármelos por la cara cada dos por tres: «¿Qué, estaban buenos los plátanos?»

Corrían malos tiempos, ya lo creo: Tiempos de cartilla de racionamiento y de aceite de ricino, de güevos batíos y de leche en polvo, de cara al sol y de dotrina cristiana, de ayuno y abstinencia, de pan de ángel y de hostias consagradas (y por consagrar). Y de hambre vieja.

Aunque yo, todo hay que decirlo y no es por presumir, mucha hambre, lo que se dice mucha, mucha…, no pasaba. Y es que me las apañaba como podía: con el rebusco o comiendo lo que nos daba la madre tierra de balde, y hasta me sobraba pa venderlo. De esta forma, me ganaba algunas perras vendiendo en la Corredera o de casa en casa berros y conejeras, espárragos y tagarninas, acinojos y algachofas, higo chumbos y… peces. Lo mismo que otros vendían melones, carbón, tierra blanca, ajos, altamuces, garbanzo tostaos, pimienta o tripas pa la matanza.

«¡Peces!, ¿quiere usté peces?» Me acuerdo de aquella vez que fui a la rivera a por peces con Jenaro el Doblao y con Pedro el Chiquino, el hijo de José el Chiquino. El que tenía un bar debajo del Casino.

* * *

Ya era verano y, pa refrescarnos tras la caminata, nos zambullimos empelote en el agua, en un charco que había cerca del puente de la carretera general. Después remontábamos la escasa corriente y con cestas, a embozás o como fuera cogíamos los peces y los echábamos en el cesto que llevábamos. De repente…

Oímos un zambarcazo y una avalancha de plátanos y tabletas de chocolate se precipitó al pie de donde estábamos desparramándose hasta el agua. Una parvá de plátanos, de chocolate y de no sé cuántas cosas más: galletas María, bacalao… Allí mismo, al alcance de la mano y como llovíos del cielo. Muchos plátanos y mucho chocolate. Pero no del que vendía Carmelo y que sabía a tierra, sino del bueno: Auténtico chocolate LA REINA DE LOS ÁNGELES. (Plátanos los probabas alguna vez si tenías la suerte de caer malo, pero pa que cataras el chocolate de La Reina de los Ángeles, tenías que estar medio muerto.)

Después de reponernos de tamaña sorpresa, empezamos a echar mano de algún que otro plátano o de una tableta de chocolate. Primero con mucho disimulo y precaución, pero en vista de que nadie nos ponía trabas ni estorbaba nuestro atrevimiento, decidimos arramblar con to lo que podíamos hasta que llenamos el cesto. Y hasta un saco que llevábamos.

Ya de vuelta a casa y, cuando estábamos a pique de echar los bofes, vimos acercarse por el camino el carro de los hermanos Torongos. Menos mal que se compadecieron de nosotros y, al vernos en plena siesta con aquella carga tan grande, nos dejaron montar en el carro.

En el herradero nos estaban esperando los civiles: «¿De dónde venís? A ver, ¿qué lleváis ahí? ¿Y dónde los habéis cogíos?, si puede saberse.» (Aquel tío preguntaba más que el catecismo.) «Un ca… camión, un camión que sa… sa embrocao», consiguió tartamudear el pobre Jenaro temiendo que de ésta no se libraba de la cárcel. «Allí, en el puente», añadió apuntando con el deo la carretera. Los civiles nos ordenaron que los siguiéramos hasta el cuartel porque nosotros teníamos que declararlo y ellos tenían que dar cuenta. Pero que el producto no lo decomisaban; así que, si nadie lo reclamaba, era nuestro.

Por fin entramos en el pueblo. Delante, abriendo el cortejo, iba la pareja de la Guardia Civil; detrás los hermanos Torongos con el carro mulas y, en el medio, nosotros tres: primero Jenaro con el saco al hombro y a continuación Pedro el Chiquino y yo con el cesto colmao con tan inesperada como sorprendente pesca. La gente se asomaba a la puerta de la calle al vernos pasar haciendo toda clase de suposiciones y comentarios. Y es que aquel no era un espectáculo que se viera tos los días. Es verdad que muchas veces nos vieron llegar del campo sin que nadie se inmutara; pero con acinojos, algachofas, higos, bellotas y cosas de esas. No con plátanos; y menos untavía, con chocolate. «¿Desde cuándo se crían plátanos y chocolate en los campos de Feria?», se preguntaban unos a otro sin dar crédito a lo que veían sus ojos. Y algunas viejas se hacían cruces porque se figuraban que era cosa de brujería.

Cuando llegamos a la plaza, aquello se había convertío una proseción más que otra cosa. Entonces, camino del cuartel entre aquel barullo de gente, me percaté de la presencia de Carmelo: Allí estaba, en la puerta de la tienda, contemplando la función sin perderse detalle. «¡Mira, Carmelo!», le grité al pasar mientras me zampaba un plátano y le aventaba con las cáscaras, «¡Mira: plátanos, de las aldefas; chocolate, de las albolagas!»

«¡Me cago en la leche que mamaste!», se ponía arrascándose detrás de la oreja, «Si no lo veo, no lo creo; si no lo veo, no lo creo».

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La feria de san Miguel

Desde que la Princesa parió al burranco, no tuve otro juguete que Cigüeño; pues ése era su nombre de pila. Aunque decir juguete, es bien poco ya que pronto se convirtió en mi mejor amigo. Y también me quedo corto porque, más que amigo, era como de la familia. Tanto lo llegué a querer que untavía, al cabo del tiempo…

«¡Cigüeño, cigüeñino!» Y el borriquillo, na más verme, se acercaba trotando, retozón; haciendo cabriolas y dando corvetas como un chivino, más contento que una sonajera. ¡Era generoso y castizo como él solo!

Del nombre tuvo la culpa mi hermano, que al verlo na más nacer dijo, no sé si por las patas o por el pelaje: «Anda, parece una cigüeña» Y con Cigüeño se quedó.

Pero fui yo el que me encargué de cuidarlo y de criarlo tan pronto como dejó de mamar. Mientras mi padre se ocupaba de la burra y de los mulos, yo cogía el cuartillo de las gras del doblao y lo llenaba en la troje del revuelto; después iba a la cuadra y le echaba el pienso en el pesebre chico junto con la paja que recogía en el pajar con un esportón. Algunas veces, me montaba en el burrino de un brinco y él se dejaba llevar sin hacer movimientos extraños para que no me cayera. Y así fuimos creciendo juntos y haciéndonos el uno al otro, sin que se distinguiera quién estaba más encebicao con quién. Y es que no podíamos pasar el uno sin el otro. Otras veces le llevaba a escondiíllas una sandía, que le gustaba mucho: «Anda, cómetela; pero no se lo digas a naide».

Por la tarde, en cuanto me barruntaba llegar de la escuela, empezaba a roznar; y yo me iba con él al cortinal donde lo dejaba a plao, suelto y campeando a sus anchas. Si era preciso, le pasaba la rasqueta pa limpiarlo o lo llevaba a esquilar. Y no hacía falta que le pusiera el acial ni la manea de tan noble y dócil que era. Y si iba con la Princesa a por el forraje o a llenar los cántaros en el pilar de Arriba, él me seguía a to las partes.

En el pueblo to el mundo lo conocía, especialmente los muchachinos, que al verlo pasar, lo llamaban; y él se iba encantao a rehollar con ellos. Muchos días nos íbamos con él a por grillos o a bañarnos en las albercas si era verano, y al rebusco de la acitunas o a comernos la burrica si era invierno. Y volvíamos a casa jugueteando y haciendo piruetas con Cigüeño. Era como uno más de la pandilla: Si había que jugar a entera, él hacía de burro y los demás saltábamos por encima; y si jugábamos a coger, se ponía a corretear como uno más de nosotros. Cuando echábamos una carrera, siempre llegaba el primero y no había quien le ganara. Y nunca se mosqueaba. Al contrario: si nos veía contentos, se alegraba; y si nos veía triste, se apenaba. Y si nos peleábamos, nos miraba con cara de pocos amigos como reprochándonos: «Pero mira que sois burros».

* * *

Aquel año mi padre me llevó, como otras veces, a la feria san Miguel. Me levanté mu temprano. Mucho antes de que los gallos cantaran llamando al nuevo día. ¡Cuánto había deseado que llegara este momento! Mientras aparejábamos las bestias, el corazón parecía que me se iba a salir por la boca. Por fin emprendimos la marcha. Como Cigüeño ya podía conmigo, yo iba montao en él, en pelo y con los pies descalzo; pero más pincho que un zagal con zapatos nuevos. Mi hermano, como era mayor, iba delante montao en la Princesa, que ya se sabía el camino mejor que Brito, el coche de línea. Mi padre iba detrás dejándose ir con los mulos.

En el pilar Manceñía, nos paramos pa que abrevaran las bestias. Y yo iba grabando en mi memoria hasta el más insignificante de los detalles mientras pasamos por el güerto las Guindas, el Carretero, los Albolagares, la Rivera, la Hesa Zafra y Cantalgallo.

«Vas a ver»; le iba explicando a Cigüeño to entusiasmao: «Iremos a ver los caballitos y nos montaremos en las cunitas… Tú, como nunca saliste del pueblo, no has visto nunca el tren, ni siquiera la luz eléctrica. Hay tantas luces y rebrillan tanto que por la noche apenas se ven las estrellas. Y no los candiles con los que nos alumbramos en casa. Y hay un circo con payasos que dan mucha risa, domadores de leones que dan mucho miedo y unos bicharracos tamaños como el castillo que se llaman elefantes. También hay muchos mercachifles y sacaperras pregonando golosinas, juguetes y archiperres de to las clases: bolindres, repiones, bastones de dulces y hasta turrón. ¡Cómo nos vamos a poner! Y la tómbola: ¡Siempre toca: si no un pito, una pelota!»

«A ti, Cigüeño, te voy a comprar una jáquima: la más bonita que haiga. Aunque tenga que robar pa comprártela. Vas a ser la admiración de la feria, Cigüeñete. Seguro que más de una burranca te se queda mirando mascando más yerba que la burra Alfaro. Pero tú no empieces a roznar como un borrucho cualquiera, garañón; que te conozco. Date importancia. Tú, con la cabeza bien alta, más airoso que la Puerta el Perdón. Porque tú vales mucho y no te vas a ir detrás de la primera pollina caliente que solicite tus servicios. Y allí tendrás donde elegir… Ya verás como impresionas. Y yo, yo me sentiré orgulloso de ser tu amo».

«Y ándate con mucho ojo, no te vayas a perder como me pasó a mí un año cuando era más chiquinino: Pos que me fui detrás de un cíngaro que llevaba un oso que bailaba al compás del pandero. Tuvieron que estar mucho tiempo buscándome porque me encontraron, con más hambre que los pavos de Bote, lambiendo la cristalera de una pastelería».

* * *

Llevaríamos unas tres leguas interminables de camino cuando, a lo lejos, ya se divisaba la torre de la iglesia de Zafra perfilándose en el horizonte sobre la tenue línea de la primera luz del alba.

Cuando llegamos, el rodeo era ya un hervidero de ganao y de gente que se afanaba poniendo el hato donde se terciaba. Así que nosotros pusimos el nuestro donde mejor nos pareció, con la jerga donde pasaríamos la noche. Merchanes, chalanes, arrieros, recueros y otros tratantes… iban acudiendo mientras el sol asomaba la gaita desperezándose como un gato. Entretanto, los más madrugaores echaban un vistazo a la concurrencia de muletos, jamelgos y jumentos que se iban congregando.

De vez en cuando, un potro ligero de cascos se desbocaba y había que domeñar y meter en verea al ganao que se alborotaba. Yo ayudaba a mi padre, como un feriante más, a ponerle el morral a la burra sin perder de vista al Cigüeño que, algo atorrullao, no salía de su asombro ante el ajetreo de traficantes y recuas de animales que iban y venían.

Un gitano que lo vio, se acercó y acariciándole la testuz se lo procuró a mi padre, y que cuánto quería por él. Yo pegué un bote y, abrazándome al pescuezo del borrico, le solté despectivo que no estaba en venta. Y que no tenía dinero pa comprarlo ni aunque tuviera to el oro del mundo. Entonces mi padre hizo un ademán de resignación y el gitano se alejó echando pestes. Y es que to el que pasaba por allí, se quedaba mirándolo mientras pronunciaba algunas palabras entre signos de admiración.

«Ya te lo dije», le susurraba yo al oído, «¿No te das cuenta cómo se le cae la baba a la gente alabando tu instinto y tu talento? Por eso te quieren comprar. Pero no me mires con esos ojos suplicantes que parecen dos pozos llenos de negros presagios en los que me da vértigo asomarme. No te preocupes, que yo no pienso deshacerme de ti ni aunque me den Zafra entera con tos los churretines. Y tú prométeme que nunca vas a separarte de mí. ¿Trato hecho?»

Y el mu zalamero, ya más tranquilo, se arrimaba hasta rozarse conmigo y, haciendo cirigoncias, me daba a entender con la cabeza que sí, que me lo prometía porque no concebía la vida lejos de mí. Y es que aquel animalito tenía más conocimiento que muchas personas que yo conozco.

* * *

Pero, pa ganarse el mendrugo de pan, hay que trabajar antes; y, como el sol ya empezaba a picar, mi padre me mandó con el barril a sacar algunas perras. Conque cogí el de Salvatierra y fui a llenarlo de agua a un pilar mu grande que estaba bastante lejos del rodeo. Entonces me puse a vociferar a pleno pulmón:

«¡A gorda el hartón de agua!»

No tardaron en caer las primeras moneas.

En uno de los viajes al pilar, Me pasé por un puesto en el que vendían arreos y aperos de labranzas: albardillas, anterrollos, biergos, cribas, hocinos, campanillos… y jáquimas. Había una que na más verla me dije: «Esa, pal Cigüeño». Era la jáquima más bonita de toas: En el frontil tenía dos cucardas o escarapelas con cintas de adorno a cada lado, la testera tenía un quitapón de lana de colores con borlas, un rosetón que caía sobre la frente y un mosquero; las quijeras y la hociquera estaban primorosamente bordás y unas vistosas antojeras…, con una ringlera de cascabeles en las barbás.

«¡Es preciosa! Anda que no iba a presumir na el mu papelón». Después, ya le encargaría al albardero una albarda que estuviera a la altura de la jáquima. Pero debía valer una fortuna. Y no iba a vender el burro pa comprársela como aquel que vendió el guarro pa comprar el dornajo. Porque yo era pobre, pero no tonto. Así que, seguí trajinado con el agua.

Al paso que el día avanzaba, el sol se dejaba caer con más fuerza. «Aprieta, Lorenzo», le animaba aunque yo estaba sudando a caños; «No me seas maricón y arremete con cojones. Abrásales hasta el mondongo con tal de que no paren de refrescarse el gañote»

Menos mal que el veranillo de los membrillos se presentó aquel año a su debío tiempo aliándose conmigo. «Al verano no se lo comen los lobos», solía sentenciar mi padre para rubricar a continuación: «y al ivierno, tampoco». Pero eso era el verano y el ivierno, que eran unos caballeros muy cumplidores y cabales. El veranillo de san Miguel, en cambio, era un zascandil informal y algo chirimbaina del que no podía fiarse uno; y a lo mejor le daba por escurrir el bulto en lugar de presentarse y dar el callo cuando era su obligación. Pero esta vez, supo comportarse y estar a la altura de las circunstancias.

«Tiene que ser mu cara, ¿cuánto costará? Lo contento que se iba a poner el mi burranquino cuando me viera llegar con ella. ¡Y cómo luciría en su cabezota! Cuando llegara al pueblo, to la gente se iba a quedar clisao y con la boca abierta al verme pasar con él»

Conté las perras que había cosechao hasta el momento, pero la jáquima debía valer mucho más. Allí estaba. ¡Y que no era bonita ni na! «¿Cuánto cuesta?» Me atreví a preguntarle al tío gordo que las vendía. «Cinco duros», respondió mirándome de arriba a abajo con una sonrisa desdeñosa como diciendo: «¿De dónde vas a sacar tú tanto dinero, so pelagatos?» «Eso mismo me pregunto yo», musité con una cara de pena que al tío le debió llegar al alma (si es que la tenía), «que de dónde voy a sacar tanto dinero». Pero no estaba dispuesto a rendirme así como así y, sacando fuerzas de flaqueza, seguí acarreando hecho un azacán:

«¡A gorda el hartón de agua!»

Ya había perdío la cuenta de los viajes que había dao. Si no me pasé ochenta veces por el pilar y, de paso, por el puesto de los aparejos, no me pasé ninguna. Estaba reventao pero no me derrumbé. Más que na, pensando en el mi Cigüeño. La verdad era que la bolsa iba engordando. «El negocio va viento en popa, pero cinco duros son muchas gordas». Fui a cambiarlas y volví a contar el dinero.

Miré pa arriba y, como el sol ya empezaba a declinar, yo intentaba darme ánimos: «Ya falta menos». Hasta que por fin reuní la cantidad necesaria. Entonces fui a recoger la jáquima y, aunque los pies me dolían y hasta sangraban, salí como una salación hacia donde teníamos el hato. Allí estaría esperándome, impaciente, el Cigüeño. Ya me imaginaba montao a su grupa, sobre las alforjas nuevas y con la jáquima que acababa de comprar; presentándome en el pueblo con más garbo que si cabalgara un purasangre. Es verdad que no me podría montar en los cacharritos, y menos ir al circo; ni llevarle las garrapiñas a mi madre; o los dátiles, que tanto le gustaban, a la agüela; ni comprarme el repión… Pero el Cigüeñino se lo merecía y por él estaba bien dispuesto a lo que fuera.

Iba galgueando y con la lengua fuera. To cefrao y al borde de la extenuación. Pero no me importaba porque por dentro me sentía ligero y radiante como una centella. Y la criatura más satisfecha sobre la faz de la Tierra: La felicidad corriendo con los pies descalzos y maltrechos, con un barril en una mano y una jáquima en la otra, jaleada por el tintineo de unos cascabeles…

* * *

Recuerdo, eso sí, la cara de mi hermano, que me salió al encuentro: «¡Ha vendío al burranco!», dijo con la voz oscura y profunda como saliendo del fondo de una cueva, pues él sabía de sobra la tormenta que se avecinaba. «¿Que qué?». «Que papa ha vendío al Cigüeño. Le ofrecieron tanto dinero que no tuvo más remedio que…»

Pero a partir de aquí, ya no puedo -ni quiero- acordarme de na. Sólo sé que me contaron, algún tiempo después, que salí de estrampía gritando su nombre como un loco. Que unos mulos se espantaron y ábate me matan; que me recogieron del suelo casi sin sentío y me llevaron de vuelta a casa. Y que temieron por mi vida. Y que me pasaba las noches llamándolo hasta que me quedaba rendío sollozando: «¡Cigüeño, Cigüeñino! ¿Pero dónde te habrás metío? Cuando te coja, julandrón, te vas a enterar».

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La primera vuelta al mundo.

«¿Cuál es el pueblo que está más lejos del mundo?»; pregunté aquella noche, sentao a la camilla al calor del brasero, mientras intentaba recomponer el mapa con un rompecabezas de cubos de cartón conseguío con los vales de la dotrina.

Mi padre dejó de picar las migas pal almuerzo del día siguiente, se arrascó la cabeza y, con los ojos aguzaos enfocando el infinito, trató de rebuscar la solución en algún recoveco de su cerebro. Pero como esta se le resistía, cogió la tapa de la caja y, después de observar a la luz del quinqué el mapa de América allí pintao, acertó a descifrar un nombre que le resultaba familiar: CUBA

«¡Ese es el pueblo más lejano!», respondió con resolución. «Velahí onde está: Cuba. Allí estuvo tu agüelo a pique de dejarse el pellejo cuando se armó la zapatiesta y perdimos los barcos además de la honra. Y según relataba al cabo del tiempo, aquello estaba en el fin del mundo». Y agregó, endosándome un enigma aún más inquietante: «Menos mal que se salvó por los pelos; si no, ni tú ni yo estaríamos aquí». Pues era incapaz de comprender qué demontre tenía yo que ver con la guerra de Cuba.

* * *

Para mí, sin embargo, el mundo estaba confinado en el territorio que se dominaba desde la zotea de mi casa o, a lo sumo, desde el castillo. Sí, allí estaba, tendido a mis pies, en toa su amplitud y a vista de pájaro; jalonado por lejanos poblachones como Solana, Aceuchal, Almendralejo o Villafranca. Y Zafra, donde más lejos había estao. Más allá, el resto del mundo, inexplorao e incierto, apenas imaginao. Y si existía, para el caso, daba lo mismo, porque posiblemente nunca llegaría a descubrirlo. Aunque lo más seguro es que fuera de mentirijina y perteneciera al reino de la fantasía, como podía serlo el País de las Maravillas, la Tierra de Jauja o el Paraíso Terrenal. También la Cuba esa. Es cierto que, muy de tarde en tarde, se divisaba algún vehículo atravesando aquel paraje por la carretera general, como aquellas estrellas fugaces que en verano cruzaban velozmente el cielo, desapareciendo en el inte, sin saber de dónde venían ni a dónde iban. Y si el firmamento era el mismo desde dondequiera que se mirase, ¿por qué no iba a ser toa la Tierra esta parcela de tierra que se extendía ante mis ojos?

Por tanto, aquello era no solo el mundo entero, sino todo el universo: El sol que sale por La Fuente y el sombrero del tío Noriega cuando asoma por La Herrera anunciando el temporal, Sierra Vieja y El Llano, el día y al noche, la torre y el castillo, el nío de cigüeñas y el camino la zorra, el molino de abajo y los portales de arriba, la escuela de siñá Justa y el carro los helaos de siñó José Leva, los tostaos de la tía Juliana y el calostro de las vacas del tío Canelo, Perrunilla con la faca y el doblao de la agüela pa esconderme, cuando pasaba por la callejina con el saco al hombro donde metía a los chiquinos que degollaba…

Con los confines nos comunicaba (o nos aislaba, según se mire) una pista de tierra tan tortuosa y empiná como las gras del campanario y por donde, de vez en cuando, se adentraba algún viandante: Tomás el de la pimienta, el ajero de Aceuchal con las ristres al hombro, el arriero de Salvatierra con los cántaros y barriles, el afilaó con su inconfundible melodía y su rueda chispeante, el tierrablanquero, el costalero…

Y el tío de los hierros viejos. Este era el más esperao por la chiquillería: Llegaba con dos o tres sacos llenos de algarrobas y se marchaba con el serón cargao de «hierros viejos». A cambio de una ambozá de las tersas y sabrosas vainas acastañadas, le entregábamos nuestro tesoro consistente en un cacho de escardillo romo por el uso y unas estrébedes cojitranca, un cerrojo y una fechaúra fuera de servicio, la reja jubilada del arao y un diente mellao de una máquina de maquinar, dos o tres clavos herrumbrosos y algunos callos gastaos que los burros había perdío por esos caminos de herraúra; entre otras alhajas pieza a pieza acumuladas. To se aprovechaba; na se desperdiciaba.

De este modo, íbamos sobreviviendo a la dita «con una economía de subsistencia y autoconsumo», como decía Amadó, que era mu letrao; «con ayuda del trueque como moneda de cambio». Eso debía ser también lo que yo hacía cuando le cambié a Matamoros los bolindres de grea que le gané jugando al gua por un pizarrín de manteca. O cuando, al oír a la tía Juliana pregonando: «¡Cambiooh crúo!», salía con la lata, de esas de conserva a las que Quico el latero les pegaba el asa, y se la entregaba colmá de garbanzos. Ella me la devolvía con los tostaos, pero menos de raída. Cosa que me mosqueaba mucho, porque me quedaba con la impresión de que me timaba.

Aquella carretera propiamente dicha, tan rehollá por el trasiego de bestias y ganao como poco transitá por el tráfico rodao; a no ser por algún carro mula o la carreta con los bueyes de Casquete. Y a la sazón, también por un renqueante coche de línea arrastrando una polvarea; o por un quejumbroso camión, que se desgañitaba en la Romera bregando penosamente por remontar la cuesta. Era el camión de Lirón, acarreando las escasas mercancías importadas por los comercios del pueblo. Esa era la ocasión esperá por los muchachos, agazapaos en la cuneta, para engancharnos en la trasera; aunque alguno lo pagara con una chifarrá o se dejara los dientes y hasta alguna oreja en el intento. A veces, algún intrépido paladín se lanzaba al abordaje y, encaramándose en el cajón, arrojaba a la calzada, cual bandido generoso, una caja de galletas María, a la que nos abalanzábamos los demás, apostados a la espera del botín, para dar buena cuenta de la presa.

El mismo camión y la misma carretera por donde desapareció el Charquín con sus escasas pertenencias camino de esos regueríos. Y fue como si se lo tragara la tierra, porque ya no regresó ni vivo ni muerto. Lo cual confirmaba mis sospechas sobre lo temerario de aventurarse en ese fabuloso más allá:

«Nos vamos a un pueblo nuevo, sin estrenar; cerca de un río veinte veces más ancho que la Corredera (Dice mi padre que a su lao la Rivera es una meá de gato)», comentaba poco antes de alzar el vuelo. «Allí los campos dan tomates y pimientos pa caé malo sin esperar que el agua caiga del cielo. La casa te la dan de balde; también te regalan una vaca lechera, y hasta una yegua; y…» No paraba de contar.

Yo lo escuchaba con algo de envidia pues, tal como lo pintaba, aquello suponía el retorno al paraíso perdido. Y ya lo imaginaba paseando en una jaca a la orilla de un río caudaloso, nadando en la abundancia. En cambio, yo me tendría que aguantar y quedarme aquí. Y es que mi padre estaba más arraigao en el terruño que las argatunas. Y no había quien lo arrancara del Cabezo, porque «más vale lo malo conocío que lo bueno por conocer».

«¿Qué te pasa?», me preguntó mi madre por aquellos días al encontrarme más pensativo y amilanao que de costumbre, mirando el horizonte.

«Que se va…»

«Dios los cría y ellos se juntan», sentenció ella cuando acabé de referirle lo del Charquín. «Pos si se va, que se vaya… ¡y cuánto antes, mejor! No habrá en el pueblo otros muchachos pa juntarse mejores que ese méndigo».

«Pos es bien bueno…»

«Sí, de los Buenos de Villalba. Como tú».

Mendingante o no; a buen seguro era más alfayate que naide cazando pájaros con losas o pescando ranas en las charcas con una caña y una cuerda en la que ataba un grillo o un angosto. Más respeluco daba viéndolo cazar lagartos: Hubo días en que, acorralao por los guardas y empujao por la gazuza, metió el deo en la cueva y, dejando que se lo mordiera, dio un tirón con el bicho recolgando. A continuación, encendíamos una candela pa asarlo y nos los comíamos en menos que canta un gallo. Por eso yo lo apreciaba y hacía buena gavilla con él. Y no quería que se fuera del pueblo porque, aunque era probe, lo poco que tenía era de tos.

No como Juanito Buzo, que era el único que tenía un triciclo pero no se lo emprestaba a nadie; y menos a un arrapiezo como yo, que siempre andaba hecho un farragua. También tenía una peseta: Tolas tardes sacaba la monea del bolsillo y nos proponía una carrera. «El que gane se la lleva», aseguraba mostrándonos la rubia mientras la mirábamos con los ojos haciendo chiribitas. Para nosotros, que nunca tuvimos una peseta ni rubia ni morena en la faldiquera, aquello era un reto que no podíamos dejar escapar. Y echábamos las asaúras pa llegar el primero. Y asín, una tarde tras otra…

«¡No vale, que tú saliste antes de tiempo!», le decía al que llegaba primero. Y, como siempre encontraba una disculpa pa no soltar el trofeo prometido, se la volvía a guardar hasta la próxima ocasión. Por el santo que sea, nunca conseguimos que  pasara del su bolsillo al de alguno de nosotros.

Ni como Juaquinito, el hijo del maestro, que nos cobraba la entrada si queríamos ver la película en un cine de juguete que le cayeron los Reyes, en el que los muñecos corrían palante y patrás según le diera a la manivela.

Eran lo niños ricos. Como eran limpios, guapos y buenos, los reyes magos les caían a ellos los juguetes más caros. También se distinguían porque tenían papá y mamá; pero especialmente por sus nombres: Juanito, Juaquinito, Angelito, Isabelita, Encarnita o Dolorita. Mientras que los demás éramos conocíos como el Mocho, el Chobo, el Cojo, el Sucio, el Pelón, el Pinta… y el Pintao.

Yo también tenía juguetes, pero no costaban na; aunque pa mí valían mucho más que el triciclo o el cinenín ese: güesos, cartones, el aro, la bilarda, el tirador… y un platillo.

Además tenía un pizarrín de manteca, con el cual me entretenía aquella tarde, trazando un circuito en el suelo. Con sus etapas correspondientes de trecho en trecho señaladas: La Parra, Villalba, Almendralejo, Los Santos… Precisamente los siete u ocho pueblos esparcíos por el contorno que me rodeaba. El mundo entero, ya te digo, con el Mirrio descollando como pico culminante y surcao por el bajial de la Rivera, que salvaba la carretera de La Fuente por el puente los Diesojos. Sin faltar detalle: Allí estaban la albuhera, el cortijo don Ángel, el Cubo la Canal, la cuesta la Romera… Los güesos (de albarillos, ciruelas y cerezas) eran los coches y carruajes; una caja de cerillos, un camión… Tos los cacharros rodante que existían por entonces y que se podían contar con los deos de una mano.

Y allí estaba yo, en el ombrigo del mundo: Justo donde se cruzan los caminos que llevan a los cuatro puntales de la Tierra. Dominando el panorama con la amplitud de miras del ser superior que habita en las alturas frente al patán del llano, que apenas ve más allá de sus narices.

Las cigüeñas ya habían acabao de hacer el gazpacho, y el reloj de la torre dio las cinco. Al poco tiempo, el sosiego de la tarde fue quebrado por el retumbante traqueteo de un carro rebotando con las ruedas de hierro en el empedrao de la calle: Se trataba del carro de los helao arrastrao por el propio José Leva, que hacía de mula enganchao a los varales. Y esta era la señal que marcaba el final de la siesta. Como to los domingos, la Corredera se iba convirtiendo en un enjambre bullicioso de zagales, que acudían por las esquinas dispuestos a jugarse las cuatro perras en los guas del atrio, y a gastarse las ganancias en las lambucerías (alvellanas, chochos, papas fritas, estrato, confites, cigarros de chocolate, cohetes…) que ofrecía el puesto de Fefa la Pelona. Algunos nos contentaríamos con devorarlas con ojos golositos mientras nos espantaba como a moscas para abrir paso a Juanito y a Juanita.

* * *

Pero yo, esta tarde de verano, estaba enfrascao en otra ocupación más trascendente. Allí seguía, en la zotea, guiando aquel platillo por los senderos de la vida recién estrenada, con el destino en mis manos y toda la eternidad por delante… Jugando a crear el mundo y manejarlo a mi antojo como un dios caprichoso y prepotente. Por más que mi madre, viéndome en tal trance, dijera con menos imaginación: «Cuando el diablo no tiene na que hacer, mata moscas con el rabo».

Poco a poco, fui desplazando el tapón a través de la pista de bordes blancos con el toque mágico de la uña del corazón impulsada por el pulgar. Sorteando los peligros, mientras avanzaba a capirotazo limpio, bombón tras bombón, a lo largo del trayecto: En el Subibaja, no me estrellé con el coche de Juan el Chofe de milagro; en los Antiscales, enfilando Santa Marta, los civiles me pusieron una multa por correr más de la cuenta y me retuvieron durante cinco interminables minutos. En el Cuarto el Monte atajé al Pajarote, que venía como un amoto y, en el Horno Zapata, al camión de Lirón, que venía a paso de tortuga. Tras algunos percances más (como cuando me salí de la carretera, ya rebasao el pozo de beber, y fui a parar a la Romera, donde estuve esperando que el camión lograra gatear la dichosa cuesta) conseguí por fin completar el recorrío. Y culminar la hazaña: Había dao la vuelta al mundo; la primera vuelta al mundo con un platillo.

Siguiente: El bolindre cristaloso.

La canica de cristal

El bolindre cristaloso


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El bolindre cristaloso

Ahí sigue, en el cenicero; junto a la llave y la moneda. En el pueblo hay silencio. Un silencio quebrado solamente por un coche o un televisor en marcha. Desde el fondo de la canica, a punto de abandonar la niñez, un muchacho se aferra a ella mirándome con los ojos muy abiertos, asustado por primera vez ante el porvenir que le espera y sin querer reconocerse en el viejo que lo mira desde el otro extremo de la existencia. Es el mismo niño que está ahí, delante de un mapa y con un libro que no parece interesarle mucho entre las manos; en la vieja foto escolar. Y de la que parece que va a saltar de un momento a otro para recuperar su apreciado “bolindre cristaloso”.

Localismos: La troje de las palabras.

El bolindre cristaloso

La canica de cristal

La troje de las palabras


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Localismos empleados:

La troje de las palabras

A

ábate: Por poco, casi. Fascinante pirueta del imperativo del verbo ábarse ‘¡apártate!’ que, pasando por interjeción (equivalente a ‘¡cuidado!’), terminó en adverbio con el valor de  ‘¡por poco!’: ¡Ábate me mato!

acarrarse: Juntarse las ovejas para darse sombra y resguardarse del sol.

aceite de ricino: Aceite extraído de la planta ricino que sirve como purgante. El aceite de hígado de bacalao se emplea como reconstituyente, y también sabe a rayos.

acerón: Acederón, planta silvestre de sabor ácido como la acedera.

acial: Mordaza para opimir el hocico de una bestia mientras la hierran o esquilan.

acinojo: Hinojo, planta de sabor anisado que recogen los muchachos.

acituna: Aceituna. Esta la recogen los acituneros.

adormilar: Adormecer, dar o causar sueño.

aguaeras: Aguaderas, recipientes para llevar cántaros de agua o frutos a lomos de una caballería (solián estar hechas de vástigas o renuevos de olivo entretejidos).

aguanieve: Avefría, ave que acude a hibernar a nuestros campos. Más frío que una aguanieve, se dice que tiene uno que está arrecío).

a-gua-quí: Repetido, sílabas que se aplican a las tres notas del canto del carbonero y el herrerillo (→charquín).

agüelo, la: Abuelo, la.

ahilar: Enfilar, dirigirse. (Ahila p’alante).

airoso: Garboso o gallardo. (Mas airoso que la →Puerta el Perdón)

albardilla: Almohadilla de la collera (→anterrollo) sobre la que se ajusta el yugo o canga.

albarillo: Albaricoque.

Albarracín: Calle del pueblo (El →grifo está en su confluencia con la calle Los Mesones).

albilla: Guisante.

albolaga: Aulaga, planta espinosa usada para chamuscar al cerdo y que abunda en el susodicho paraje.

Albolagares (Los): Paraje del término (topónimo).

albuhera: Embalse, pantano: La albuhera vieja y la albuhera nueva.

aldefas: Adelfa, planta ramosa que crece junto a los riachuelos como la Rivera.

alfayate: Hábil, capaz; muy apañado y competente.

algachofa: Cabezuela de un cardo silvestre con robustas brácteas o pencas espinosas con una base carnosa que comen los muchachos (El tío de las algachofas dejó un triste recuerdo entre los zagales).

algarroba: Fruto del algarrobo que es una vaina de color castaño que se da como alimento al ganado de labor y sirve para el consumo humano en épocas de penuria.

almorrana, (cebolla): Cebolla silvestre o albarrana.

almuerzo: Desayuno, comida que se toma por la mañana.

almude: Celemín, medida para granos y vasija de madera con esta capacidad (cuatro cuartillo). Medio almude: medio celemín.

alreó: Alrededor. Estar alreo de alguna es pretenderla, estar loco por ella

altamuz: Altramuz o chocho. (Altamuces gordos y dulces los pregonaba la Pera).

alvellana: Cacahuete. alvellana americana: Avellana.

ambozá: Almorzada, lo que cabe en el cuenco de las manos juntas.

amoto: Moto. Propio del habla vulgar, con aféresis de la a- y cambio analógico de género (un amoto por una moto).

an ca: en casa de ( Estar como an c’agüelo).

angosto: Langosto, saltamonte (→cañafote).

aniar: Anidar.

anque: Aunque.

anterrollo: Rolla de la collera de la caballería para sujetar el yugo.

antojera: Anteojera, orejera, pieza de la cabezada a los lados de los ojos.

apañarselas: Componérsela, darse maña, desenvolverse bien.

apar: Limpiar, desplumar; ganar a uno todo en el juego (Por rapar ‘pelar al rape’).

aparejo: Albarda, y en general, arreo necesario para montar la caballería.

aposarse: Posarse un ave.

archiperre:  Cachivahe, bártulo, trasto (Recoge esos archiperres que vamos a comer).

argatuna: Gatuña, uña gata, planta leguminosa de púas muy aceradas y punzantes. A sus raíces profundas y recias, difíciles de arrancar, aluden nombres populares como detienebuey y quebrantarados.

aro: Juguete que se hace rodar con un gancho de alambre.

arrapiezo: Desarrapado; persona de corta edad, andrajosa y humilde condición (De arrapo ‘harapo, andrajo’).

arrascar: Rascar (El comer y el arrascar, to es empezar).

arremear: Remedar, imitar a otro por broma o burla.

asaúras: Asaduras, entrañas del animal como el hígado y el bofe.

atajar: Adelantar, aunque sea sin tomar por un atajo.

atollao: Atascado en un barrizal de donde no se puede salir sino con gran dificultad.

atorrullao: Aturullado, aturdido, atolondrado.

atrio: La iglesia tiene en cada una de sus fachadas laterales sendos atrios: el que da a la Corredera (con gradas o peldaños) y el que da a la Plaza cercado de una verja o enrrejado.

aventar(se): Arrojar, abalanzarse sin miramientos. Atizar, asestar.

azacán: Aguador. Que se afana en trabajos humillantes y penosos (Estar hecha una zacana).

B

babaté: Babero, babador. Es el babatel considerado antiguo por el DRAE y definido repulsivamente como ‘cosa desaliñada que cuelga del cuello cerca de la barba’.  (babero es un ‘vestido de señora’).

bago: Grano de cereal, de uva o de otra planta.

bajial: Terreno bajo, parte más baja de un lugar.

balde (de): Gratis.

balleta: Ballesta, trampa para cazar pájaros.

barbá: Ahogadero, correa que ciñe el pescuezo y de la que pueden colgar campanillas.

barreno: Bomba de carburo, artefacto explosivo que por tavesura o gamberrada arman los chiquillos (se introduce carburo con agua en una lata que sale proyectada por la explosión tras prenderle fuego a través de un orificio).

barril: Botijo.

barruntar: Presentir por alguna señal o indicio. (Mal barruntan las ovejas…)

bastón de dulce:  Formidable golosina de caramelo con forma de bastón.

bejino (ponerse como un): ponerse como un bejín (hecho un energúmeno, muy furioso y encolerizado).

berro: Planta silvestre que se come en ensalada. Vulva, chocho.

bicharraco: Animal tremendo y peligroso. Persona malvada y despreciable.

biergo: Bieldo, horca de palo para aventar la mies en la era.

bilarda: Tala o toña, juego en el que se hace saltar un palito golpeándolo con otro en forma de paleta. (El DRAE registra billalda y billarda).

boche: Juego con tejos semejante al gua (Si no había bolindres o canicas, se juagaba a boche con un tejo tratando de golpear sobre el del contrario e introducirlo en un hoyo bastante grande).

bofe: Pulmón. (Hechar los bofes ‘cansarse mucho, esforzarse en exceso’).

bolindre: Canica, bola para jugar al gua. De diferente materia: barro (de grea), crital (cristaloso), china o acero.

bolsina: Bolsita (con sal que al arder crepita).

bombón: Capirotazo que se da en la frente o a un platillo.

boqueá: Boqueada, las que da el moribundo.

borceguil: Borcegí, bota rústica del campesino (pl. borceguiles por ‘borceguíes’).

borcelana: Planagana, jofaina de porcelana u otra materia.

Brito: Coche de línea que hacía el servicio regular (nombre de las empresa) y por ext. autobús. Actualmente, Leda.

Bueno: Apellido de una conocida familia de la vecina población de Villalba de los Barros. Con la expresión “ser de los Buenos de Villalba” se ironiza poniendo en entredicho la supuesta bondad de alguien.

burranco: Pollino; cría del burro, asno joven.

burranquino: Buche, boriquillo recien nacido y mientras mama.

burrica: Quijadas del cerdo sacrificado en la matanza que los críos comen en el campo con bulla y regocijo.

C

ca: casa (en ca siñó Juán), calle (la ca Los Mártires), cada. (A ca uno lo suyo).

caballitos: Tíovivo, recreo o atracción de feria (→cacharritos).

cabezá: Cabezada; en los entierros, inclinación de cabeza como pésame desfilando el cortejo ante los familiares del difunto (Dar la cabezá).

cabezo: Cerro, colina. El Cabezo: El lugar donde nacen los sueños y van a morir las palabras olvidadas por los hombres.

cabrestazo: Golpe con el ronzal o cabestro.

cabresto: Ramal, ronzal asido a la cabezada de la bestia.

Cabrillas: Pléyades, constelación de estrellas.

cacharrito: Atracción de feria (Caballitos, cunitas, voladoras, coches chocantes, escopeta la corcha…)

cacho: Trozo, fragmento.

caer: Como acción transitiva por echar o tirar: Los Reyes me han caído (por la chimenea) un triciclo. Vas a caer el vaso.

caldogallina:  Caldo de Gallina, ciertos cigarrillos de picadura.

calentura: Fiebre (y excitación sexual).

callejina: Calleja (la Cellejina Montero, sin ir más lejos).

callejón: Calleja sin asfaltar  que desembocan en las afueras del pueblo (Los Callejones).

callo: Trozo o extremo desprendido de una herradura.

calostro: Primera leche que da la vaca después de parir.

cambiao: Cambiado de aspecto o condición (f. cambiá). Generalmente se pierde la -d- intervocálica no sólo la de los participio, adjetivos y sustantivos en -ado, -ada, sino en cualquier otro caso: acerón,  aguaeras,  alreó, boqueá, bordao, cabezá, cambiao, cazaor, colmao colorao, comía, deo, lao, monea, nío, pasao, patá…

¡Cambioh crúo!: Pregón que anunciaba al vecindario el intercambio de garbanzos tostados por crudos. La chiquillería llenaba una lata de garbanzos colmada y los cambiaba por los tostaos.

camilla: Mesa camilla (con su falda, su tapete, la alambrera, el brasero y la paleta).

campanillo: Cencerro.

cancamurrio: Murrio, morriñoso (t. cancamurrioso: que tiene murria o cancamurria).

candela: Hoguera, fogata.

cano: Vocativo cariñoso dirigido especialmente a un niño.

cañafote: Saltamontes (Port. gafanhoto).

cañón:  Pluma de ave cuando empieza a nacer.

cañonero: Cría de pájaro al que le apuntan las plumas o cañones.

caños (a): A chorros, copiosamente (sudando la gota gorda).

carburador: Candil de carburo.

carburo: Piedras grisen que en contacto con el agua producía un gas que se utilizaba para iluminar las casas en un candil llamado carburador.

carretera general: La Badajoz-Granada N-432

carro: Carruaje de dos ruedas (carro mulas, carro de los hermanos Torongos, Carro de los helaos…).

cartón: Llamado santo en otras partes, son las caras rectangulares de la tapa de una caja de cerillas que se recortan para jugar.

cascos: Juego invernal, más bien travesura, consistente en arrojar a una casa un cántaro u otro cacharro de barro para asustar a sus moradores con el estruendo que hace al quebrarse.

Casino (El): Círculo La Amistad, bar de los ricos.

catecismo (Preguntar más que un catecismo ‘preguntar demasiado’).

cebá: Cebada.

cefrao: Cansado, acalorado y sudoroso tras un esfuerzo agotador.

cenacho: Esportillo, capazo; cestillo de palma para llevar la compra.

cerillo: Cerilla, fósforo. (Caja de cerillos)

chacinero:  Pieza o sitio de la casa comunicado con la chimenea para ahumar y guardar la chacina de la matanza.

chalán: Que trata en compras y ventas, especialmente de caballos u otras bestias, y tiene para ello maña y persuasiva (DRAE).

charquín: Carbonerito, herrerillo, género de paro (pajarillo). El Charquín, apodo.

chicharra: Cigarra, insecto.

chico: Pequeño.

chicoria: Achicoria, sucedáneo del café.

chifarrá: Herida y cicatriz que daja en la piel.

chiquinino: Muy pequeño, diminuto; pequeñajo, chiquirritín.

chiquino: Chiquitín, niño pequeño.

chirimbaina: Vaina, tarambana, cantamañanas.

chivino: Cabritillo.

chobo: Zurdo.  Choba: mano izquierda.

chocho:  Altramuz (altamuz). Y fig. vulva.

churretín: Zafreño, natural de Zafra.

churumbela: Lavandera, pájaro.

cigarro: Cigarrillo (Los de chocolate eran una golosina con la que los niños imitaban el fumeteo de los mayores).

cinenín: Cine Nic, juguete para proyectar imágenes en movimiento, pionero de otros que llegarían después como el cine Exín, el cine sin fin.

cirigoncia: Mueca, visaje o ademán extraño.

civil: Guardia Civil. Los civiles.

clisao: Absorto, ensimismado, embelesado.

clisarse: Mirar fijamente como abstrído o ensimismado.

cochera: Garaje para guardar el coche o el camión.

cohete: Chisporrete, misto de trueno que al restregarlo contra la pared chisporrotean con repetidos estallidos (Son como gotas de fósforo en una  tira de cartón).

colá:  Estancia o pieza posterior de la casa que da al corral.

Colgaos (Los): Nombre de un paraje poblado de encinas (topónimo).

colmao, á: Colmado, cuando rebasa el contenido de la vasija sobre sus bordes. (Semana Santa mojá, cuartilla de trigo colmá). Si el contenido llega a ras del borde del envase, se dice que está raído.

collera: Pareja de ciertos animales.

conejera: Colleja, planta silvestre que se come en ensalada.

confite: Bolita de anis

conocimiento: Sensatez, discreción, buen juicio, sentido común.

contiempo: Anticipadamente, prematuramente, con antelación.

coro: Juego del corro.

corral: Sitio cerrado y descubierto para los animales domésticos en las traseras de la casa de labranza.

corralón: Corral amplio para recoger el ganado.

Corredera: Cántrico paseo del pueblo: lugar de esparcimiento de grandes y pequeños (La Corre).

cortinal: Tierra de labor en las cercanías del pueblo.

costas: Costos (de un proceso). Quedarse por las costas ‘sin pagar una deuda o compra’.

criba: Harnero.

cristalera: Escaparate de un comercio.

cristaloso: De vidrio o cristal (→bolindre).

Cristo (Día del): Santísmo Cristo de la Agonía (14 de Septiembre).

Cruz (día de la): 3 de Mayo, fiesta de la Santa Cruz.

cuartillo: Recipiente de madera para áridos (cuarta parte de un almude o celemín).

cuartilla: Recipiente de madera para granos (cuarta parte de una fanega).

cuarto: Dinero (los cuartos) y habitación (En el cuarto las ratas, te encerraban si te portabas mal).

cucarda: Escarpela, divisa de cintas.

cucharro: Lavadero, especie de artesa con tabla de lavar.

cunitas: Carrusel, recreo o atracción de feria.

D

dar larga: Soltar, dejar escapar, dejar en libertad algo que se tiene sujeto o encerrado.

debilucho: muy débil o endeble.

dejarse caer: Hacer sentir el sol sus efectos con intensidad.

dejarse ir:  Si forzar la marcha, conteniéndose.

desaniar: Desanidar, sacar del nido o dejarlo.

desenderao:  Inquieto, alterado, dasasosegado.

desentendío: Que disimula o no dar a enteder su implicación.

desparramar: Esparcir, desperdigar.

desque: Cuando, desde que, después que.

disanto: Día festivo (sin ser domingo).

dita: Pago a plazos, generalmente en especie (huevos) a los vendedores callejeros que van de casa en casa.

doblao: Desván, sobrado, planta alta de la casa para guardar el grano y otros enseres.

dornajo: Especie de artesa para comer los cerdos (guarros).

dotrina: Doctrina, catequesis. (Vale de la dotrina ‘cupón de asistencia a la misma’).

duro: Moneda de cinco pesetas.

E

el su: Su (anteposición del artículo ante el posesivo: el su dinero).

Eloy: El del estanco.

embrocar: Volcar un camión o recipiente vaciándose en contenido.

empedrao: Empedrado.

empelote: Desnudo, en cueros.

empeninarse: Empinarse (empeniná: empinada, de mucha pendiente).

empicao: Habituado en exceso por la práctica. (Por lo que fácilmente acierta con la canica en el gua).

emprestar: Prestar.

encebicao: Encandilado, encariñado; que tiene mucha afición o apego.

enliar: Liar

entallar: Pillar, atrapar, pescar, enganchar, sorprender. 

entera: Pídola, juego de salto sobre uno que está encorvado.

escachar:  Hacer cachos, romper.

escaparse: Hacer novillos, faltar a clase.

escardillo: Azada, azadón, instrumento para escardar.

escondiche: escondrijo, escondite.

escondiíllas (a): A escondidas, sin ser visto.

escopetero: Cazador de escopeta.

escuchumizado: Escuchimizado, muy flaco y débil.

espantar: Ahuyentar a personas o animales. Espantarse: sentir espanto, asustarse.

espárrago: Espárrago silvestre que crece en los eriazos.

esportón: Espuerta, capacho de esparto para llevar fruta, paja, tierra u otra cosa.

esportón: Espuerta, capacho.

esquilón: Campana pequeña de la torre.

estrampía (de): De estampía, de repente y precipitadamente.

estrato: Barrita de regaliz (extracto).

estraza: Papel  basto que se utiliza para envolver en tiendas y mercados. (Papel de traza, según pronunciamos).

estrébede: Trébedes (tripede ‘tres pies’).

estrumpío: Explosión, estampido.

F

faldiquera: Faltriquera, cada uno de los dos bolsillos laterales del pantalón.

farragua: Hombre desaliñado y desastrado en el vestir (desatacado y con los faldones de la camisa medio fuera del pantalon).

fechar: Cerrar

fechaúra: Cerradura.

feria de San Miguel: Feria ganadera de Zafra al principio del otoño.

forraje: Herrén, heno o cerreal verde que se da al ganado.

frontil: Frotalera, parte de la cabezada que ciñe la frente.

Fuente (La): Fuente del Maestre, localidad situada al este (oriente o saliente) de Feria.

G

gaita:  Pescuezo. (Asomar la gaita ‘alargar el cuello por encima de algo para ver’).

galantear:  Galopar.

galguear: Jadear, resollar.

galleta María: Las galleta redonda de toda la vida.

gañote: Garguero, gaznate. También gorrón, aprovechado.

garañón: Asno semental.

garrapiña: Almendra garrapiñada.

gatear: Trepar o andar a gatas.

gavilla (hacer buena): Congeniar, avenirse en su trato y amistad, hacer buenas migas.

gayo del campo: Arrendajo, pájaro córvido que puede remedar palabras.

gazpacho (hacer el): Crotorar la cigüeña, producir con su pico el tableteo característico (por machar el ajo).

gazuza: Hambre.

gomitar: Vomitar, devolver.

gorigori: Canto fúnebre de los entierros.

gra: Escalón, peldaño. En plural, escalera (Las gras del doblao ‘la escalera del sobrado o desván’). De grada.

grea: Greda, barro

grifo: Fuente pública de la que sde abastece la población.

gua: Hoyuelo para jugar a las canicas.

güerto: Huerto.

güeso: Hueso, semilla de una fruta. Tito de frutas como el albaricoque, la ciruela y la cereza con que juegan los niños.

güevo: Huevo. Además de frito o cocío, se tomaba batío.

gurupéndola: Oropéndola, ave de vistoso plumaje amarillo y negro.

H

haiga: Haya (La mejor que haiga).

hambre: Hambre (con aspiración de la h: La hambre es mu lista).

harrear: Dar, atizar, propinar un golpe.

hartón: Hartazgo, atracón.

hato: (Con h aspirada) hato; conjunto de aperos, ropas y víveres que llevan los campesinos y sitio donde lo dejan.

helá: Helada (Te mataran las helás… como imprecación o invectiva).

helao: Helado (con caída de la d) como helá.

herraero: Lugar donde se hierran las caballerías.

Herrera (La): Sierra situada al poniente (topónimo).

hesa: Dehesa de encinas.

higo chumbo: Fruto del nopal o chumbera.

higo pasao: Higo seco.

hocino: Hoz.

hociquera: Muserola, correa de la cabezada que va por encima del hocico.

hulandrón: Bribón, granuja, bellaco, desconsiderado, desagradecido.

I

inte (en el): Enseguida, al instante.

istanco: Estanco.

ivierno: Invierno (lat. hibernum).

J

jalear: Animar, alentar, estimular.

jáquima: Cabezada, correaje que se pone en la cabeza de la caballería.

jerga:  Costal o saco grande de lona para transportar la paja de la era al pajar. Tambien servía para dormir en la era.

jeringo: Churro, tejeringo.

jícara: Onza, pastilla o porción de una tableta de chocote.

juncia:

L

la mi: Mi (anteposición del artículo ante el posesivo: La mi Rula).

lamber: Lamer (lat. lambere)

lambucería: Golosina, gollería.

lanchueja:

latero: hojalatero

leche en polvo: Reconstituyente para los niños en los años cincuenta y sesenta.

legua: Medida itineraria definida por el camino que regularmente se anda en una hora (5572,7 m).

librito: Librillo de papel de fumar (Babú, Jeán y otros).

Llano (el): En la toponimia…

lucero miguero: Lucero del alba (planeta Venus).

lumbral: Umbral (En la puerta está y no quiere entrar).

M

madero de los aparejos:  En las casas de labranza, madero colocado a poca altura para colocar las albardas y otros aparaejos de las bestias de carga.

madre del agua:

maná: Manada, manojo de hierba, trigo, etc.

mandao: Recado, encargo.

manea: Cadena o soga para trabar o maniatar las caballerías.

mangante: Sinverguenza, gandul; persona sin oficio ni beneficio.

máquina: Grada. Maquinar: gradear.

marro: Juego de persecución (Si la cadena se rompia los que permanecían libre perseguían a los apresados propinándoles puñetazos).

Mártires (Los): Ermita de San Fabián y San Sebastián (También aloja las imágenes de la Virgen de Consolación y otros santos) y calle del pueblo.

mascar: Masticar.

mataperros: Según el diccionario es un muchacho callejero y travieso.

Matías López: Marca de chocolate.

media libra: Tableta de chocolate (ocho onzas).

méndigo:  Vagabundo, perdulario. (Con desplazamiento acentual).

mendingante: Perdulario, mangante,

mentirijina (de): de mentirijillas, de mentirillas. También, de broma.

merchán: Tratante de ganados.

merendilla: Merienda.

merendillar: Merendar.

miaja: Migaja del pan. (→mijina ‘un poquito’: Dame una miaja).

mierra: Mirlo, pájaro cantor.

migas: Pan picado, humedecido con agua y sal y rehogado en aceite muy frito, con algo de ajo y pimentón.

mijina: Migaja, porción pequeña y menuda de algo. (Una mijina ‘muy poco, casi nada’).

Mirrio: Cumbre de Sierra Vieja, pico culminante del término.

miste que…: Mire usted que… (mostrando enfado y disgusto).

mocho:  Que no tiene cuernos, dicho de un animal cornudo.

mondongo:  Tripas del animal y, por ext., intestinos del hombre

morral: Talego con el pienso que cuelga de la cabeza de las bestias para que coman.

mosquero:  Borlón de flecos que cuelga del frontil para espantar las moscas.

mozangón:  Mozancón, muchachote alto y fornido.

mu: Muy.

muchachino: niños, chiquillos.

muleto: Mulo pequeño, de poca edad o cerril.

N

na: Nada.

nadie: Nadie (metátesis).

nublao: nube, nublado, nubarrón.

O

ocho: Cuarta parte de un cuartillo.

ombrigo: Ombligo. Centro o centro de algo.

P

pa: Para (pal ‘para el’ contracción, pa na ‘para nada’). Pa caé malo: en abundancia, en gran cantidad, a punta pala.

pajarino: Pajarito, pajarillo (diminutivo en –ino).

palante: Para o hacia adelante (tirar palante ‘sobrevivir, medrar’).

pamplina: Tontería, simpleza; asunto sin interés ni importancia.

pan de ángel: Recprtes de las obleas muy aprecidos por los niños.

papa: Patata (papas fritas, a gallo…). También, papá y engrudo de harina para pegar.

papelón: Zalamero.

paquete verde: Cierto paquete de picadura de tabaco.

parvá: Parva grande de paja y, por ext., cantidad grande de algo.

peba: Pepita, simiente de algunas frutas.

pechirrojo: Petirrojo.

pelo (en): A pelo, sobre el animal sin manta in albarda.

Peralera (La): Paraje del término (topónimo).

perdulario:

Perenales: El de la taberna (hoy Salón Cordero).

perra: Moneda (chica y gorda ‘de cinco y diez céntimos de peseta respectivamente).

perrunilla: (mote)

petril: Pretil, atepecho (lat. pectorile).

piara: Manada de cerdos y, por ext., de personas, niños, etc.

picón: Cisco, carbón vegetal menudo para el brasero.

piedra lipe:  Sulfato de cobre que se mezcla con semillas de trigo para sembrar y  también para sulfatar la vid.

pilar: Fuente con caño y abrevadero para el ganado (Pilar de Arriba, de la Fuente la Casa, Los Mellizos, Nuevo…)

pincho: Presumido, garboso, con donaire y gallardía.

pinta: Sinverguenza, bribón, pillastre (el pinta y el pintao con motes o apodos).

pirulín: Pirulí, caramelo con un palito que sirve de mango y que el vendedor llevaba insertos en una larga caña.

pita:  Zampoña, flautilla de la caña del cereal verde.

pitillera: cajetilla de cigarrillos (Ideales, Celtas…)

pizarra:

pizarrín: Barrita cilindrica para escribir en las pizarras personales. El pizarrín de manteca es más blando y claro.

plao (a): A prado, pastando en el campo.

platillo: Chapa, corcholata, tapón metálico de una botella.

polarma: Granuja, bribón.

poquino a poco: Poquito a poco, muy despacio.

por bajo: Más abajo, casa contigua al lado de abajo: Por bajo de Carmelo está la taberna de Perenales.

por cima: Más arriba, casa contigua al lado de arriba: El estanco está por cima de Carmelo.

porro (ajo): Ajo silvestre.

portal: Soportal, pórtico (Los portales de abajo y los portales de arriba).

pos: Pues

pozo de beber: Fuente y abrevadero, antiguo pozo para el abastecimiento de agua potable. La calle del pozo hace referencia a esta fuente.

probe: Pobre (metátesis).

proseción: Procesión (metátesis).

púazo:

pucheros: Piñata consistente en vasijas de barro (pucheros) y contenido sorprendente que colgados de una cuerda alguien con los ojos vendados trata de romper con un palo).

pueblucho: Poblacho, pueblo ruin y destartalado.

puente los diesojos: Puente con diez ojos como su nombre indica (con seseo fontanés) por donde la carretera de La Fuente salva la Rivera.

Puerta el Perdón: Fachada oeste de la iglesia donde el viento suele soplar con gran fuerza.

puntal:  Punta, extremo o confín del territorio.

puñao: Puñado

pupitre: Mesa de los escolares.

purgón: Pulgón, parásito de las plantas muy dañino (Más malo que el purgón).

Q

quedar: Dejar (Quedarlo en el sitio ‘dejarle muerto en el acto’).

querencia: Cariño o apego al entorno donde se ha criado uno.

quijera: Carrillera, corres laterales de la cabezada.

quinqué:  Lámpara de mesa provista de un tubo de cristal para proteger la llama.

quitapón: Adorno de lana de colores y con borlas en la testera de la cabezada.

R

rabisco: Arisco, esquivo.

rasqueta: Almohaza, chapa dentada para limpiar el pelo de las caballería.

rayuela:

real: Moneda (25 cent. de peseta).

rebrillar: Brillar mucho, relucir.

rebusco: Fruto (aceituna, garbanzo, etc.) que queda en el campo después de la recogida.

recolgar: Pender, colgar.

redondel: Juego del trompo, en el que se hace un círculo en el suelo.

refregar: Frotar, restregar.  Echar en cara algo insistiendo en ello.

rehollar: Pisotear dejando las huellas. Bregar, retozar, travesear los muchachos ensuciándose y maltratando la ropa.

Reina de los Ángeles: Chocolate, marca comercial.

regueríos: Tierras de regadíos de las Vegas del Guadiana.

relatar: Reñir, regañar, refunfuñar.

remear: Remedar, imitar.

rendío: Rendido,  desfallecido.

repión: Trompo, peonza que sa lanza con una cuerda para hacerlo bailar.

resoplío: Soplo, soplido.

respeluco: Repelús, escalofrío, grima.

retuerto: Retorcido o muy sinuoso (desus. en Drae).

revuelto: Mezcla de cereales para pienso. Inestable, borrascoso (tiempo).

rezar: Decír, poner algo un escrito.

ringlera: Hilera de cosas puestas en orden.

ristre: Ristra (de ajos, por ejemplo).

rivera: Riachuelo, afluente de un río. La Rivera (topónimo): Río Guadajira, afluente del Guadiana cuyo curso alto discurre por el término municipal.

Romera (La): Paraje del término. Es famosa la cuesta de la Romera en la cerretera que sube al pueblo.

rompecabezas: Juegos de piezas con las que se recompone una figura. Modernamente se dice puzle.

roznar: Rebuznar.

rruu-rruu-rruu:  Onomatopeya del arrullo de la tórtola.

ruar: Arrullar la paloma o la tórtola.

Rula: Nombre propio aplicado a la tórtola del relato.

S

salación: Exhalación, rayo, chispa eléctrica.

sambartó: San Bartolomé (Por correlación con →sanmartín).

San Bartolomé: Santo patrono del pueblo (24 de Agosto).

sanmartín: Matanza del cerdo o época de la misma (a partir del 11 de noviembre).

se me / te se: Se me /se te (inversión pronominal).

sentío (sin): Desmayado, con el sentido perdido.

señorito: Hombre acomodado con criados que trabajan a su servicio: Persona comodona y presumida que requiere los servicios los demás.

serón: Sera o espuerta más larga que ancha, que sirve regularmente para carga de una caballería. Serón caminero: El que sirve para llevar carga por los caminos.

Sierra Vieja:

siñó: Señor (antepuesto al nombre) Siñó José Leva.

sombrero del tío Noriega: Nube aislada que asoma tras la sierra de poniente (La Herrera) y que se interpreta como anuncio de tiempo revuelto y aguaceros..

sonajera: Instrmento rústico, tranca de palo con sonajas que hacen sonar los quintos en sus juergas.

subibaja: Altibajos, terreno o camino con elevaciónes y declives sucesivos.

T

tabacoso: Petirrojo, pájarillo con el pecho de color rojo.

taba:

tagarnina: Cardillo, planta silvestre comestible.

tamaño: Tan grande como (Tamaño como el castillo).

temporá: Temporada (Caída de la d).

testera: Parte de la cabezada que va detrás de las orejas.

tierra blanca:  Tierra que se emplea para encalar (blanquear).

tierrablanquero: Arriero que trajina con tierra blanca para enjalbegar o blanquear.

tirador: Tirachinas.

to, toa, tos, toas: Todo, toda, todos, todas.

torcía: Torcida, mecha del candil de aceite.

tordal: Zorzal, pájaro cantor (charlo, común y alirrojo).

tortolino: Pichón de la tórtola.

tosantos: Festividad de Todos los Santos (1 de Noviembre). Ofrenda que los niños recogen por las casas consistentes en frutas del tiempo (nueces, castañas, membrillos, granadas…) que después comen en el campo.

tostao: Torrado, garbanzo tostado. Tostá: Tostada (rebanada tostada de pan).

trajinar:  Ajetrear, bregar con algun trajo u ocupación yendo y viniendo o mudando cacharros.

troje: Compartimento limitado por tabiques para guardar cereales en el doblao.

turra: Agricultor autónomo que cultiva su propia hacienda.

U

untavía: Todavía. (Ni unta ‘todavía no’).

V

vaca desollá: Nubarrón arrebolado (herido y enrojecida por los rayos del sol naciente). Vaca desollá, a los tres días mojá; y si es castiza, desde el primer día atiza.

vaciabolsillos:

varilla: Varita a la que va adherida el canuto del cohete.

velahí: Velo ahí, ahí lo tienes.

veranillo: Tiempo caluroso que suele presentarse en el otoño: veranillo de San Miguel o de los membrillos).

verdolaga: Planta silvestre de semillas menudas y negras de la que se alimentan algunas aves.

verea: Vereda, senda. (Meter en verea ‘someter, dominar’).

voladora:  Atracción de feria.

volandá: Vuelo del ave, trecho que recorre sin posarse.

volandero: Volantón, pájaro que empieza a volar.

vos: Os (lat. vos), pron. person.

Y

yamba: Batería de instrumentos de percusión (jazz band).

yerba: Hierba.

yesca: Pelusa verdosa de un ave o de una planta.

yesquero: Mechero de yesca y pedernal, y, por ext. el de mecha o pescozón.

Z

zacatúa: Travesura, trastada, fechoría.

zagal: Niño, muchacho.

zambarcazo: Batacazo, caída aparatosa.

zanca: En ciertos juegos, trampa que consiste en sobrepasar con la mano o el pie la marca fijada para hacer la tirada (No metas zanca, tramposo).

zancajo: Talón, parte del pie y del zapato.

zapatiesta: Zaragata, gresca, alboroto, tumulto.

zotea: Azotea (por aféresis), terraza.

La troje de las palabras

La canica de cristal