Por la ventana de la clase se asoma la primavera invitando a los niños a desentenderse de romanos y cartagineses.
«Uf, vaya rollo», bostezó Jaime.
El profesor lo miró amenazadoramente y en su cara se dibujó un gesto de fingido interés. Era insoportable. Todo aquello le resultaba terriblemente muerto. La vida estaba fuera. Por aquella ventana…
El cielo estaba completamente limpio. Apenas una nube que adquiría de vez en cuando las formas más caprichosas. De pronto, una golondrina pasó fulminante por el rectángulo de la ventana y su imaginación voló tras ella.
«¡Atiende, Jaime!»
Y, al oír su nombre, se estremeció ligeramente. De nuevo estaba en la realidad. Los minutos pasaban con agobiante lentitud. En el mapa. En el mapa, Italia chutaba con el balón desinflado de Sicilia. «¿Cuánto faltará ya?», pensó con fastidio.
«Bien, para el próximo día estudiaros esta lección, ¿entendido?»
«Entendido», ratificó Jaime con reticencia, saltando de su asiento como impulsado por un resorte invisible.
La clase había terminado: Por fin era libre para corretear por las calles y gritar a su gusto; incluso para soñar sin que nadie le interrumpiera. Los libros descansarían apaciblemente en un rincón hasta otra semana. Mañana no había clase. Era el día de la Cruz.
«¿Qué cruz te gusta más?»
«¡Bah, yo qué sé! »
«Di, ¿cuál?»
Y sus ojos se fueron tras esa otra cruz que pasaba, adolescente ella, casi niña aún, de pelo largo y andar de gacela.
El estampido de un cohete sobrecogió a Jaime y luego siguió con la mirada el descenso de la varilla humeante. Maquinalmente salió corriendo tras el trofeo abriéndose paso con precipitación entre la gente. En seguida se dio cuenta de que aquel juego ya no le atraía demasiado.
Pero siguió corriendo.
Se había alejado demasiado. Atrás quedaba el pueblo con los desgarrones de esa infancia suya que acababa de perder revoloteando en cada esquina. Se había olvidado de la varilla, de su amigo, de las cruces, del bullicio. Pero, ¿a dónde iba? Ni siquiera él lo sabía…
El sol había traspuesto detrás del castillo y la primera estrella apareció en el cielo. De lejos llegaba la música pegadiza de una canción de moda. Se sentó a descansar y recordó que era el día de la Cruz.
Y esa palabra, que siempre le sugería jolgorio y alegría, le causaba ahora una penosa sensación de inseguridad y soledad:
«¿Por qué se empeñan en festejar y cantar a una cruz, si en ella torturaron y ajusticiaron al hombre que consideran su Dios?» No lo comprendía.
Empezaba a cuestionarse y a no comprender tantas cosas… La idea de la cruz seguía obsesionándole: «Dos caminos que se cruzan en un punto, una cruz y, aferrado a ella se encontraba él, crucificado y solo, sin saber qué camino seguir, desorientado y con un montón de dudas y preguntas que se agolpaban en su mente» Con su adolescencia recién estrenada.
Para todos, sin embargo, seguía siendo el niño travieso que no se tomaba nada en serio. Pero él se sentía otro Jaime diferente: Los amigos de siempre, los juegos infantiles ya no le atraían. Sentía deseos de gritar, de pedir ayuda. Pero… ¿a quién?
«Si ellos, los mayores, solo se preocupan de que no les ocasione problemas, de que esté callado de que sea bueno » Entonces cogió una piedra y la lanzó con rabia contra algo indefinido, pero como queriendo alcanzar y herir de muerte a alguien.
Se sorprendió llorando y sintió vergüenza. «Pero, ¿qué me pasa? —Se peguntó para sus adentros—. Será mejor que me vaya». Y emprendió el camino de regreso.
Las voces se iban agrandando a medida que se acercaba. Encendió un cigarrillo y la primera bocanada de humo le hizo toser aparatosamente; a la segunda calada lo estrelló decepcionado contra el suelo. Luego lanzó un escupitajo.
Pasó inadvertido entre la gente, se fue derecho a casa y se encerró en su habitación. Vació el tabaco de un cigarrillo en el hueco de su mano y lo mezcló con la sustancia aquella que, como todo lo prohibido, tanta curiosidad despertaba en él.
Poco a poco se fue alejando de la vulgaridad que lo rodeaba. Más eufórico cada vez, hacia un mundo soñado a su medida.
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