Cuando los trigos encañan

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Cuando los trigos encañan

Ya se venteaba su cálido aliento. Aunque a veces la primavera la cogía llorona y nos aguaba la fiesta («Agua, Dios; y venga mayo»); aquel año, ya se presentía, agazapao, el verano por llegar. Por eso los zagales ya andábamos en sandalias -cuando las teníamos- a estas alturas de la temporada. Los borceguiles invernales veraneaban en el doblao hasta que los primeros fríos otoñales los impulsaran a embutirse en nuestros piececitos morenos de vereas, de chicharras, de rastrojo y de eras. ¡Qué lejos quedaba la playa! El mar… Desde los cortinales algún burranco acarreaba, verde como el trigo verde, su fascinante carga de forraje. Y aquellos haces, con sus tiernas espigas preñadas de granos de cebá o de trigo, era una tentación inevitable pese a que la osadía te costara un implacable cabrestazo. Del botín dábamos buena cuenta afanándonos en pescar los bagos, una vez pelados y colocados sobre una lancha, con la punta de la lengua. Y había que aguzar la puntería porque si no, perdías y no catabas nada. Ni un bago. Namás con que humedecieras una mijina la lancha con la lengua o cogieras más de uno. Por ansioso.

La playa… Te mataran las helás. Cuando por fin el verano lanzaba su flameante zarpazo sobre el pueblo, y aunque por entonces ni siquiera se había inventado el turismo, nosotros ya veraneábamos. O por lo menos eso decía mi madre: «¡Venga, que nos vamos de veraneo!». Y, con el postín del señorito que se marcha a un crucero por el Mediterráneo, bajábamos de la cocina del doblao, la de junto al chacinero y la troje del picón; y hacíamos la vida en la colá, donde el madero de los aparejos y el cucharro, que se estaba más fresquito. Dónde va a parar. Y dormíamos al raso; sobre una jerga de paja y bajo una manta de estrellas. Mi padre desde la cubierta del barco, digo desde el piso de la zotea, me daba clases de astronomía sobre la pizarra del firmamento: «Mira, hijo, esa que ves ahí es la estrella polar. Aquellas otras, las cabrillas; este, el lucero miguero.  Y ese, el carro; y el camino de Santiago y…» Hasta que me quedaba dormido y soñaba que iba montado en un carro tirado por siete cabrillas y guiado por la estrella polar, por el camino de Santiago. Pasando por remotas constelaciones de estrellas, algunas con nombres tan cercanos como el lagarto o la zorra. Eso sí que era turismo (rural, que diría el otro). No ardiera.

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Pero a lo que iba. Con el tallo del forraje hicimos una pita, y cuando vimos que pasaba una gavilla de zagalas con una cruz de las chiquininas cantándole coplas, las seguimos como si fuéramos una banda y, aporreando un latón herrumbroso, arremeábamos a la mismísima de Barcarrota. Sí, la banda de música, la que acudía al pueblo, tú te acuerdas bien, todos los años cuando las fiestas de mayo, por la Cruz.  Al día siguiente, como ya no había escuela, mi padre me dijo que tenía que ir por la tarde a Valdemoral con la burra. Sonó un cohete, luego otro, y otro. Yo cogí y me olvidé del mandao paterno. Me planté una careta y me fui con la cabalgata de gigantes y cabezudos a esperar a los músicos, que venían en el Brito, si la memoria no me falla, en el autobús de las seis, que hacía su parada en la carretera junto a la cochera del Gallinero. Más tarde, cuando me cansé de hacer el canelo, le dejé la careta a Quico Viruta a cambio de tres perras gordas. Recuerdo que me compré un pirulín y hasta un helao -que un día era un día- en el carro de siñó José Leva después de jugar a las perras en el atrio.

Siñó José Leva era «un empresario polifacético, como decía el otro, que no ponía sus huevos en la misma cesta sino que diversificaba los riesgos»; y así, además de dedicarse a la elaboración de helados, freía jeringos en competencia con Las Pacas y, cuando llegó la luz eléctrica, proyectaba películas de cine en un corralón con gallinas y todo que daba a la Corredera. Pero eso es otra historia. También se dedicaba a la compra de almendras. («No todas te van a salir dulces», le decía  el socarrón de Perrunilla, que era el que se las vendía, si se quejaba de la calidad del producto.) Lo cierto es que, para pelarlas, echaba mano, valga le redundancia, de la mano de obra barata de los muchachos de la calle como yo, que abandonábamos la escuela para tal menester. Porque ya está bien de perder el tiempo aprendiendo la retahíla de los partidos judiciales de la provincia de Badajoz y otras pamplinas como aquel romance que nos hacía recitar el maestro: «Que por mayo era, por mayo, cuando hace la calor…» Por eso yo me escapaba las más de las veces y me iba a poner las balletas o a coger espárragos, según lo que diera el tiempo. «¡A tú edad ya andaba yo con la piara de guarros ganándome la vida, mangante, -me relataba mi padre cuando se enteraba- que vives como un marqués y untavía te quejas! ¡Desde mañana, te vienes conmigo al campo!». Y por eso, como ya te habrás percatao, no sé hacer ni la o con un canuto. A to esto, me se olvidaba contarte que con eso de machacar almendras apenas ganábamos un real y algún que otro latigazo si nos entallaban con una peba en la boca. Pero ahora no estamos en el tiempo de las almendras, sino en el de las albillas.

Llegué tarde a casa por la noche. Al día siguiente, tuve que ir a por albillas. A Valdemoral, como ya te dije. «Porque si no, ¿a ver que íbamos a comer el día de la Cruz?» Y, aunque me perdí la carrera de burros, yo, a mi manera, rivalizaba con los intrépidos jinetes galanteando a lomos de la mi Princesa, que así se llamaba la jumenta, con las aguaeras cargadas de las susodichas legumbres. ¡Y que no corría na!.  Los zagales, por el pueblo, ya andaban medio vestidos de disanto y, como la plaza estaba llena de puestos de confites y otras lambucerías, yo ahilé pa casa por el callejón, por detrás de los corralones para que no me vieran llegar; pero algunos mozangones me estaban acechando y ábate me dejan sin una sola vaina. Cuando llegué a casa, me armaron la marimorena. Me castigaron sin dinero y me quedaron sin comer. Para que espabilara, pos ya se sabe que la hambre es mu lista.

Aquella noche, las lágrimas me impidieron ver las estrellas. Y hasta el resplandor de los cohetes que gateaban en el aire, por encima de la torre, codeándose con los luceros. Para mi consuelo, los cielos me regalaron una varilla -eso que los muchachos de entonces nos disputábamos con tanto ahínco- que fue a parar al mi corral. Con ella, tan pronto me sentía un guerrero masái arrojando la lanza contra Moro, el gato negro, al que hice blanco de mis desdichas, como un indio apache cabalgando la Gran Llanura de mi desolación; pasando por un soldadito desfilando con mosquetón al ritmo del Sitio de Zaragoza que me llegaba interpretado por la banda, para acabar siendo un pirata oteando con el catalejo el codiciado cargamento de una galeón. Y es que, a falta de auténticos juguetes, había que estrujarse la imaginación.

«Este muchacho va a ser un desgraciao -oía que comentaban mis padres-  no vale pa na.»

Al otro día, las campanas anunciaban alborozadas para todos que era el día de la Cruz. Para todos, menos pa mí porque en casa, como te puedes imaginar, estábamos para pocas fiestas. Total que, entre pitos y flautas, las de aquel año pasaron con más pena que gloria. Y por eso no recuerdo gran cosa.

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Una vez que salí del pueblo a casa de unos conocíos de más posibles que vivían en la capital, para que medrara como otros medraron ya que mis padres no se podía hacer cargo de mi crianza, yo, con las pocas luces que Dios me dio, no alcanzaba a comprender cómo al llegar la Cruz, que era un disanto tan gordo, la gente se quedara tan tranquila como si fuera un día igual que otro cualquiera. Y le decía a todo el que me encontraba: «Pero ¿cómo? ¿No te has enterado? ¡Es el día de la Cruz! Hoy en mi pueblo… » Pero nadie me hacía caso, sino que me miraban como si fuera un bicho raro. (Bien sabía yo que los raros eran ellos).  Y soñaba que iba montado en las voladoras del Fontanés. Y empezaba a escuchar el alboroto de las campanas, que volteaban locas de alegría anunciando la proseción por las empinadas calles del pueblo; y la banda de música, que acompasaba el paso de la cruz. Y hasta fateaba como un podenco el olor de la pólvora de los fuegos artificiales mezclado el del los jeringos de las Pacas y la colonia de las chavalas, que iban pidiendo guerra. Y también oía el restallar de los cohetes y el pregón de los de la tómbola, y el inquieto bullebulle de la gente yendo de acá para allá… y no pararía de contarte. Hasta que me dormía acariciado por el arrullo de una coplina que, como una nana, me aleteaba susurros de cruces de mayo, de esquilitas, de blancas palomas; envuelo en aromas de clavellinas, de tomillo y romero.

Y como desde entonces empecé a marchitarme como si me hubiera caído la mangria, pos ya se sabe que el aire de Madrid mata a un hombre y no apaga un candil. Lo cierto esque yo parecía una pardal de los pelones dando las boqueás de la angustia que tenía, chacho. Así que mis padres decidieron que dejara el asfalto y regresara al pueblo. Y yo encantao porque, como en El Cabezo, digan lo que digan,  no se está en parte ninguna.

Desque pasaba la cruz, la piara de amigos revivíamos la fiesta a nuestra manera: La carrera de burros y la carrera de cintas, los pucheros y la cucaña, los cabezudos y los globos grotescos. La “gran chocolatada”, pongo por caso, la hacíamos en la borcelana, pero con chocolate de mentirijina; bueno, si quieres que te diga la verdad, con agua sucia en la que deshacíamos un cacho de estrato; y con una perra chica, no con pesetas. Metíamos la cabeza y a ver quién cogía la monea con la boca. La carrera de cintas, con tiras de papel. La traca la hacíamos con unas bolsinas de sal que colgábamos en una cuerda a la que prendíamos fuego; Por último, con el carburo de los carburadores hacíamos un barreno, le arrimábamos un cerillo y había que echar a correr a to meter para que no te explotara en la cara. Era el estrumpío final.

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