El arrullo de la tórtola

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El arrullo de la tórtola

Allí estaba, en el petril. Al principio oteaba el panorama con recelo desde la tapia del corral. Pero al verme, en vez de espantarse, pegó una volandá y se plantó en la zotea. Estaba mu cambiá y no fui capaz de reconocerla a primera vista. Pensé que era una paloma casera. Una de aquellas que se posaban de vez en cuando en la ventana del doblao y a las que les echaba el esportón encima en menos que canta un gallo. Pero éste no era el caso porque su plumaje tenía la brava lozanía de la que carecían las torpes y rechonchas palomas domésticas. Y en sus ojos se reflejaba el brillo luminoso y exótico propio de tierras lejanas. Sin embargo, me resultaba tan familiar y me miraba con tanta confianza que parecía que nos conocíamos de toa la vida. «¿Cómo te atreves, palomita? Si supieras que con el tirador soy un campeón y que donde pongo el ojo, pongo la piedra…». Me acerqué poquino a poco y, del sobresalto, el corazón pegó un brinco y empezó a dar más volteretas que el esquilón de la plaza el día de las juncias.

* * *

Por san Isidro Labrador, se va el frío y viene el sol. Y con el sol llegaban las tórtolas. Yo no sabía de dónde venían pero regresaban cada año. Como aparecían, con el frío, las aguanieves y los sabañones. (O las cigüeñas por san Blas). Y desde entonces, la quietud de la hesa se convertía en un continuo y apacible rruu-rruu-rruu que, al llegar el verano, adormilaba a las ovejas acarrás alreó de las encinas. San Isidro era el santo que sacaban los turras, cuando la romería, con una maná de trigo; y que tenía aquella yunta de bueyes al pie que a mí tanto me gustaba.

«Pídele a la Virgen que te haga bueno», me decía mi agüela algunas veces que me llevaba a los Mártires cuando era más chico. «No, que ya soy bueno», le replicaba yo, «pídele mejor los bueyes que están allí». «Eso no se pide; además, los bueyes son de San Isidro». «Pos entonces, pídeselos a san Isidro…». Y por más que pataleara, no había na que hacer. Ni la yunta de bueyes, ni na. Ni siquiera la collera de tórtolas que tenía otro santo que estaba enfrente de San Isidro y que se llamaba… Bueno, ahora no me acuerdo. (Me se habrá ido el santo al cielo, como decía  mi agüela).

Del que sí me acuerdo es del polarma de san Bartolo. Sobre to, desde aquel día en que el maestro nos preguntó en la escuela que quién sabía lo que llevaba san Bartolomé en las manos. Yo levanté el deo y le contesté que lo sabía, que lo había visto cuando lo sacaban en proseción allá por el mes de agosto los del ayuntamiento, y que lo que llevaba era una navaja y un cacho tocino. «¡Tú sí que eres un cacho de tocino!», bramó el energúmeno soltándome una hostia, «Claro, como en tu vida has visto un libro, qué vas a saber. Así vos luce el pelo, ¡a ti y a tos los de este maldito pueblo de mierda!». Era más malo que el purgón. La madre que lo parió, qué mala leche tenía. Santi el Vareante decía que si te refregabas las mano con un ajo porro, los estacazos que te harreaba ni los sentías. ¡Anda que no dolían! Ni ajo porro ni cebolla almorrana que valga. Y que no dolían na…

Yo me sentaba con el Charquín en el mismo pupitre. Un día va y me larga que tenía un nío de tórtolas. «Sí, con tortolinos recién salíos del güevo; en la Peralera, en la encina que está al lao del pilar de las ovejas cuando se va pa la Rivera; pero no se lo digas a naide». Al día siguiente, me escapé de la escuela y, al otro, ya tenía yo un par de pichones en casa de los que ocuparme durante el verano. «¡Como entalle al cabrón que me lo ha birlao, lo quedo en el sitio!», me contaron que masculló al enterarse del saqueo. Cuando aparecí por la escuela a la semana siguiente, yo me hice el desentendío pero el Charquín andaba con la mosca detrás de la oreja. A lo primero, como la clase ya había empezao, no dijo ni pío; pero apretándose el gañote con la mano, me dio a entender que a la salía me esperaba. Y no precisamente pa jugar a las sardinetas como otras veces.

Cuando nos dieron larga, eché a correr pa casa como alma que lleva el demonio. Y con el Charquín pisándome los zancajos. Pero ni siquiera en casa conseguí escabullirme de él. Al contrario; hecho un bejino, me reclamaba las tórtolas ya que el nío era suyo porque fue el primero que lo vio. Y que, si no se las daba, iba a haber más puños que jugando al marro. Menos mal que intervino mi madre poniéndose esta vez de mi parte y, tras alegar que «en el campo hay un nío, hoy es tuyo y mañana es mío», sentenció a mi favor, dando por zanjada la cuestión. Y así aguantamos por lo menos dos días sin hablarnos hasta que al tercero, el Charquín se arrancó un mechón de la cabeza y me preguntó conciliador mientras me mostraba un cabello: «¿Dónde va el pelillo?». «A la mar», le respondí como era lo convenío en estos casos. «Pelillos a la mar y lo pasao, pasao está», dijo pegando un resoplío, y tan amigos como siempre. Yo, en compensación y para que volviera a fiarse de mí, le propuse salir en busca de otro nío pa esos Colgaos. Que eso era lo que había de más en el campo y que no íbamos enemistarnos por un echa pa allá esas pajas, y que esta vez no se fuera de la lengua. Y así fue como el Charquín se hizo también con su correspondiente collera de tórtolas aquella temporá.

Mi amigo era tan pequeñajo, casi, como el pajarino de quien tomó el apodo; y tan listo, inquieto, ágil y vivaracho como ellos. Además, sabía imitar su canto con sorprendente perfección: «A-gua-quí, a-gua-quí, a-gua-quí». La verdad era que sabía remear como nadie el canto de cualquier pájaro. Tan bien lo hacía, que a veces llegaba a engañar hasta a ellos mismos, ya fuera una gurupéndola o una churumbela, una mierra o un tordal… Más que imitarlos, yo creo que se entendía con ellos. Y así como los pájaros le enseñaron a cantar, él consiguió enseñar a hablar a alguno de ellos: Como a aquel gayo del campo que tuvo una vez en su casa. Se llamaba Perico. A Perico le gustaban las bellotas, los higos pasaos, los grillos y los angostos; y no paraba de repetir con su voz cascada: «Perico Pelota, apareja la burra y ve a por bellotas». También tenía un tabacoso, aunque más bien parecía que era el pajarillo del babaté colorao el que lo tenía a él. Se llamaba Robín y, aunque vivía en libertad, acudía a comer en sus propias manos; además, iba a buscarlo a su casa y hasta le seguía a cualquier parte como un cachorrillo. El día que lo mató un gato, se llevó el sofocón de su vida. Le hicimos un intierro como Dios manda, le cantamos el gorigori y lo pusimos en un nicho que abrimos en la pared del corral con su lápida de cristal. Daba no sé qué ver al angelito. De cura ofició Juan Portero, que era monaguillo. Nunca vi al Charquín lloriquear como ese día y con tanto desconsuelo. Toa la escuela acudimos muy serios a darle la cabezá. Costó Dios y ayuda arrancarlo del nicho, pero durante muchas tardes lo primero que hacía al salir de la escuela era ir a ver a su querido pechirrojo.

A mí también me se murió una de las tórtolas; y es que la probe, por haberla desaniao tan contiempo, siempre estuvo mu debilucha y escuchumizá. Hasta que dio las últimas boqueás. La otra, la mi Rula como yo la llamaba, consiguió tirar palante gracias a los mimos y miramientos con los que yo la cuidaba: Le abría el pico para echarle los bagos de trigo y rebuscaba otras semillas del campo, que ablandaba en la mi boca de donde las cogía, hasta que aprendió a comer sola. También comía pipas de girasol y no le faltaba ni su ración de arena ni su lata llena de agua. Durante la siesta, me entretenía pelándole las mejores pebas. De aquellas que poníamos a secar en el poyo de la zotea, las de los melones que salían más dulces y sabrosos y que reservábamos pa simiente. Y le palpaba el buche atiborrado. Y así, fui notando, durante el calmoso discurrir de los largos días del verano, cómo crecía y cambiaba de aspecto: Primero le apuntaban los cañones y desaparecía la yesca o pelusilla pajiza con la que nacían, luego le salían las plumas y daba los primeros aleteos hasta que se hizo volandera y había que cortarle los vuelos por miedo a que se escapara. Y cómo empezaba a ruar y cómo iba engordando.

Y si a cada cochino le llega su sanmartín, a cada tórtola le llega su sambartó. Y el día del santo patrón había comía extraordinaria en la que no podía faltar un par de tórtolas en escabeche.

«Compréndelo, es ley de vida», le decía pa disculparme, «Si no, te matarían los gatos…, y si te libras de ellos, no te librarás de los tramperos ni de los escopeteros que acechan en los pasos otoñales. O el temporal de levante te haría perder el rumbo arrastrándote mar adentro lejos de tu destino. Además, si al final me enterneces y te perdono la vida, sería el hazmerreír de la pandilla».

Los días iban menguando y, por la Herrera, se asomó la primera nube que nos anticipaba el otoño cercano. Por el Cristo, las alas le habían crecío de nuevo y su plumaje se adornó con un llamativo collar de color rosado vinoso que relucía con la caricia de los rayos del sol de los membrillos. Estaba tan guapa y galana que no me atrevía a tocarla. Algo se barruntaba aquel día porque, antes de desaparecer, recuerdo que andaba como desenderá, más intranquila y rabisca que de costumbre.

* * *

Pero allí estaba otra vez, en el petril.  Era ella. La misma que yo crié, la que comía en mi propia boca. Estaba más guapa que nunca: con el arco iris de la cruz de mayo abrazao a su cuello. Había vuelto, a la querencia, después de pasar to el invierno por esos mundos sorteando peligros sin cuento. Allí estábamos los tres: la Rula, el Charquín y yo. Allí estaba la mi tortolica. Moviéndose postinera de acá para allá. Sin parar de ruar. «¿Has vuelto pa quedarte conmigo, verdad?». «Rruu, rruu, rruu…». «Dice que viene a saludarte y a agradecerte, de paso, lo que hiciste por ella el verano pasao», traducía el Charquín, más que clisao, encandilao ante aquella mirada amarilla, «y que no te enfades pero que debe seguir la llamada del encinar que la reclama». «Rruu, rruu, rruu…». «Que no debe vivir entre los hombres porque los suyos la despreciarían y un ave silvestre aborrecía por sus semejantes es un ave condenada a muerte». «Anda, Ruliña, quédate», le susurraba yo, «Si te quedas, te trataré como a una reina y haré que no te falte de na: Te conseguiré los bagos más tiernos, las pebas más escogías…, y te protegeré de los tirachinas de los muchachos y de las escopetas de los cazaores». «Rruu, rruu, rruu…». «Dice que no necesita na, que con tres semillas de verdolaga y cuatro raíces mal trabadas donde aniar tiene bastante. Que ellas no son como los humanos, que venden la libertad a cambio de unas migajas de comodidad o de un mendrugo de seguridad. Como los perros, como las gallinas… Y que ella no es una gallina». Y remontando el vuelo, añadió con orgullo: «Nosotras, como los lobos, como las águilas, como cualquier animal decente, necesitamos el aire libre del ancho mundo para poder vivir con dignidad».

«¿Y qué más?».

«Que adiós, que te quiere pero prefiere la libertad».

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La canica de cristal

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